Hno. Manuel Alvarado S., ofm
En los tiempos actuales, mientras crece una globalización neoliberal que desea encerrar al ser humano en su materialidad productiva, que pone al mismo hombre por debajo de las mercaderías, cuando no lo convierte en solo un bien de consumo más, creando nuevas formas de esclavitud o de dependencias perversas, que desfiguran su condición de hijo o hija de Dios; surge, aunque con forma de un pequeño resto, como al que se refiere nuestra tradición profética veterotestamentaria, una creciente corriente de formas de solidaridad, aumenta el número de voluntarios y voluntarias de diversas causas, que abrazan los rostros de Cristos crucificados y se empeñan en bajarlos de sus cruces, con esfuerzos heroicos vemos a jóvenes construyendo mediaguas, a parroquias fortaleciendo sus comedores, a damas de diversos colores atendiendo necesidades de enfermos, y descubrimos a la luz de encuestas nacionales, que esa tarea de la Iglesia le da credibilidad y renueva el compromiso de sus fieles. La Solidaridad ha llegado para quedarse, como una fuerza que de existencia a una cultura de la vida, en medio de tantos “vivos-muertos”, sea por el exceso o por la carencia deshumanizante; y ella renueva el valor de la pobreza evangélica, que contrarresta una cultura de la acumulación especulativa, que se afirma en un “tener” sin apertura a lo trascendente, y, por lo tanto, que sólo puede crear ricos más ricos y pobres más pobres. Y, en un mundo que construye muros invisibles, pero no por ello menos reales que los construidos en nombres de las ideologías, entre pobres y ricos, entre locales y globalizantes, entre periféricos y centrales, creando ghetos donde todo sobra, y otros, donde se carece de lo mínimo, y ello en un mismo territorio, nación o sociedad, la acción solidaria nos permite encontrarnos en comunión fraterna con hermanos y hermanas de otras iglesias o de buena voluntad, creando así verdaderos puentes de ecumenismo, diálogo interreligioso o social.
La Solidaridad es el nuevo nombre del Amor y como tal es la base de la construcción de la Paz. Lo primero que tienen en común es que son inabarcables discursivamente, mil palabras sobre ellas se hacen nada frente a un gesto o acción solidaria o pacifica. Ambas no se encuentran en bibliotecas sino en el Libro de la Vida Cotidiana de cada ser humano, allí se leen y existen. Jesús lo demostró, lavó los pies de sus discípulos y camino al lado de los pobres y marginados, humanizándolos; no hizo un discurso sobre la Buena Noticia sino la manifestó en gestos y acciones. De allí que en la acción solidaria y la construcción de la Paz hay que ir de Jesús a la Vida y de la Vida a la Buena Noticia, que es Él mismo. La Solidaridad y la paz se besan, se funden en un abrazo, que requiere ser bien comprendido. Ambos se atraen, en la era de la globalización, eliminar el hambre, una tarea de nuestra solidaridad, en el mundo se ha convertido también en una meta que se ha de lograr para salvaguardar la paz y la estabilidad del planeta; y, ambas se donan mutuamente, la verdadera solidaridad construye paz que no humilla en su acción, que no pone a unos sobre otros, sino que crea caminos de verdadera promoción humana, que busca rescatar el rostro anónimo del pobre, del marginado, del excluido. San Francisco de Asís lo demuestra con su ejemplo, el es un hombre comprometido con los leprosos, los mendigos y cada criatura, pero sin apropiarse de ellos, no quiere ser un “turista” en la tierra de los pobres sino un “ciudadano” de ese mundo, para que desde esa horizontalidad del servicio de un hermano manifestar lo inmundo e inhumano de un proyecto avasallador y excluyente en el que le tocaba vivir. Ese compromiso lo pacifica, no son las armas ni los castillos con sus protecciones los que permitirán construir un mundo mejor, sino el encargarse y cargar la realidad de los crucificados. El beso entre la Solidaridad y la Paz, vivido como Jesús y Francisco, abofetea nuestra mala conciencia actual, en la que muchos pretendemos pensar que no debemos nada a nadie, sino sólo a nosotros mismos, pues la verdadera vivencia de la acción solidaria y de ser artífices de la paz comienza en sentirse responsables por todos y por todo, en conclusión, estamos en deuda, le debemos el pan al hambriento, el vestido al desnudo, el agua al sediento, el salario al obrero explotado, la libertad al esclavo, la dignidad de la mujer golpeada o del niño violentado, el respeto a quien se ve sometido a los vejámenes de la tortura o del abandono, y así con cada excluido que podamos enumerar o reconocer en nuestra Iglesia, sociedad o planeta. Cada necesidad, carencia o miseria es nuestra deuda, y mientras no la paguemos no se podrán sentar nunca las bases para una verdadera reconciliación con Dios, con los hombres y con la creación. Decimos, entonces, que este beso entre Solidaridad y Paz no es una realidad definitiva, aunque la podemos vislumbrar donde un ser humano o una comunidad hacen caminos de fraternidad universal y cósmica.
¿Qué nos queda, hermanos y hermanas, por hacer? Hasta aquí poco y nada hemos hecho, y no lo decimos como una frase hecha, sino como un llamado de atención a nuestra propia conciencia humana, franciscana y cristiana. Una de las grandes tareas pendientes es el ensanchar nuestra tienda, salir a la búsqueda de quienes desde nuestras convicciones o fuera de ellas, quieren caminar en la construcción de un mundo mejor para los pobres y que desean heredar una sociedad más fraterna, reconciliada y respetuosa de la Tierra. Ensanchar nuestra tienda es trabajar en red, con conciencia de que no estamos solos, estamos con Jesús y con muchos hombres y mujeres. Esto nos ayudará a darle presencia histórica y una más definitiva presencia al deseado beso entre la solidaridad y la Paz.