24 de octubre de 2006

Bautizados en el amor y seguidores de Jesús.

(Apuntes para el retiro de la OFS de Chillán. Octubre del 2006)

Hno. Manuel Alvarado, ofm.


I. La vida cristiana como un encuentro en el amor.

¿Qué es la vida cristiana? “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva...” [1]. Este es un encuentro que transforma desde el corazón la mirada del hombre o a la mujer que lo experimenta, san Francisco lo expresa en sencillas y claras palabras: “... aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo...”[2]. La nueva mirada pone las cosas en su lugar, el hombre y la mujer distanciado de Dios, “... todos pecaron y están privados de la gloria de Dios...” (Rom 3, 23), incluso las demás creaturas están sometidas al yugo del pecado (Cf. Rom 8, 20). Esta nueva mirada, entonces, no es ingenua, asume el estado de malestar que acompaña la vida humana, la contradicción y la incoherencia entre lo que queremos hacer y lo que realizamos, la distancia entre nuestros discursos por la paz y la justicia, y el mundo que logramos construir que no puede evitar las guerras y sus víctimas; ni la depredación del hombre por el hombre, cuyos rostros concretos denunció Puebla, en 1979 y que mantiene plena actualidad: “rostros de niños, golpeados por la pobreza” (Puebla 32), “... de jóvenes, desorientados por no encontrar un lugar en la sociedad...” (Puebla 33), “... de indígenas y ...afroamericanos... viviendo marginados y en situaciones inhumanas...” (Puebla 34), “... de campesinos... que viven relegados en casi todos nuestro continente, a veces, privados de tierra...” (Puebla 35), “... de obreros frecuentemente mal retribuidos...” (Puebla 36), “... de subempleados y desempleados despedidos por las duras exigencias de crisis económicas y muchas veces de modelos de desarrollo que someten a los trabajadores y a sus familias a fríos cálculos económicos” (Puebla 37), “... de ancianos... frecuentemente marginados de la sociedad del progreso que prescinde de las personas que no producen” (Puebla 39), a lo que se sumas los rostros de las víctimas de la violencia política del Estado o las guerrillas, de quienes son atropellados en sus derechos humanos más básicos, y otros muchos más (Cf. Puebla 40-50); ni la depredación del medio ambiente en aras del desarrollo económico que no piensa más que en el hoy y no se pregunta por la contaminación y la muerte asociada a ella, mucho menos puede ser sensible a la tierra como hermana y madre, como la saluda el hermano Francisco[3]. Esta mirada incisiva de la realidad esta abierta a la esperanza, no es una mirada catastrófica, sabe que en medio de las contradicciones del día a día están las semillas de un mundo mejor, posible de ser construido, el hombre o la mujer encontrados por Jesús no las contempla ni en un más allá de la muerte o en un grupo particular se sabe heredero de ellas, San Pablo lo dice claramente “ ... poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo...” (Rom 8, 23), eso funda una esperanza activa y protagónica en la historia, pues, no es el mismo hombre o mujer quien se liberará del peso del malestar, sino que alguien nos va a redimir, o sea, alguien va a pagar un precio por nuestra libertad, y ese “alguien” no es otro sino quien nos encontró, y a ese encuentro y liberación le debemos responder amando.

Y ¿De dónde nace y qué es ese malestar vivido en nuestro corazón? El designio de Dios para el hombre y la mujer desde su creación es ser un otro capaz de entrar en diálogo directo con su Creador, lo cual se rompe con la desobediencia de los primeros padres (Cf. Gn 2-3), la mayor consecuencia es la ruptura de la comunión en todos los niveles, el hombre desconoce a la mujer, Eva pasa de ser “... hueso de mis huesos y carne de mi carne...” (Gn 2,23) a la acusada, esa “.. mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí...” (Gn 3, 12), y no sólo a ella, todo el género humano no descubrirá el rostro del hermano o la hermana en el otro, por ello, la primera acción de los hombres fuera del Edén será el fratricidio, Caín asesina a Abel (Cf. Gn 4, 1-16); la relación con el Creador pasa de la cercanía del diálogo directo a la desconfianza, el hombre y la mujer ya no quieren ser vistos desnudos por su Creador (Gn 3, 8-10), o sea, hay algo en la relación de amor mutuo que quiere ser reservado, se niega a la entrega total, esta opción del ser humano lo pone fuera del Paraíso, que no es otro lugar que el de la muerte; y, finalmente, el ser humano deja de ser compañero de la creación, “... Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera...” (Gn 2,19), para convertirse en y por sentencia de Yahvé en adversario suyo, “... maldito sea el suelo por tu causa: con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá, y comerás la hierba del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan...” (Gn 3, 17-19). La vida cristiana, se inserta aquí, ella no es otra cosa que la historia de amor del Dios Trino y Uno con el su creación toda y, en particular, con cada ser humano, “....resulta evidente que, por la gracia de Dios, la más digna de las criaturas, el alma del hombre fiel, es mayor que el cielo, ya que los cielos y las demás criaturas no pueden contener al Creador, y sola el alma fiel es su morada y su sede, y esto solamente por la caridad, de la que carecen los impíos, como dice la Verdad: El que me ama, será amado por mi Padre, y yo lo amaré, y vendremos a él, y moraremos en él (Jn 14,21.23)...”[4]. Es una relación que se ha dado, como ya hemos insinuado al inicio del párrafo, desde el inicio de los tiempos, “... la idea de una creación existe también en otros lugares, pero sólo aquí queda absolutamente claro que no se trata de un dios cualquiera, sino que el único Dios verdadero, Él mismo, es el autor de toda la realidad; ésta proviene del poder de su Palabra creadora. Lo cual significa que estima a esta criatura, precisamente porque ha sido Él quien la ha querido, quien la ha « hecho ». Y así se pone de manifiesto el segundo elemento importante: este Dios ama al hombre...”[5]. Amor que tomó rostro concreto en la compañía y defensa que hace de su pueblo elegido, Israel, al cual salvó “... de la esclavitud de Egipto. Estableció con él la alianza del Sinaí y le dio por medio de Moisés su Ley, para que lo reconociese y le sirviera como al único Dios vivo y verdadero, Padre providente y juez justo, y para que esperase al Salvador prometido...”[6], y que llegó a su máxima expresión en la encarnación, pasión, muerte, resurrección de Jesús y en Pentecostés, que manifiestan el designio de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, “.... el designio del Padre que, movido por el amor (cf. Jn 3, 16), ha enviado el Hijo unigénito al mundo para redimir al hombre. Al morir en la cruz —como narra el evangelista—, Jesús « entregó el espíritu » (cf. Jn 19, 30), preludio del don del Espíritu Santo que otorgaría después de su resurrección (cf. Jn 20, 22). Se cumpliría así la promesa de los « torrentes de agua viva » que, por la efusión del Espíritu, manarían de las entrañas de los creyentes (cf. Jn 7, 38-39). En efecto, el Espíritu es esa potencia interior que armoniza su corazón con el corazón de Cristo y los mueve a amar a los hermanos como Él los ha amado, cuando se ha puesto a lavar los pies de sus discípulos (cf. Jn 13, 1-13) y, sobre todo, cuando ha entregado su vida por todos (cf. Jn 13, 1; 15, 13)...” [7].

La relación del creyente con el Dios Trino y Uno no tiene otro fundamento ni otra expresión que los rostros humanos de las relaciones de amor, Dios no es ni un dios sanguinario, ni castigador, ni lejano, ni indiferente al quehacer de sus creaturas, sino, en lenguaje de Francisco de Asís, los creyentes fieles “... serán hijos del Padre celestial (cf. Mt 5,45), cuyas obras hacen. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (cf. Mt 12,50). Somos esposos cuando, por el Espíritu Santo, el alma fiel se une a Jesucristo. Somos ciertamente hermanos cuando hacemos la voluntad de su Padre, que está en el cielo (cf. Mt 12,50); madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo (cf. 1 Cor 6,20), por el amor y por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como ejemplo (cf. Mt 5,16). ¡Oh cuán glorioso y santo y grande, tener un Padre en los cielos! ¡Oh cuán santo, consolador, bello y admirable, tener un esposo! ¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo!, que dio su vida por sus ovejas (cf. Jn 10,15) y oró al Padre por nosotros...”[8], todas ellas son modos de hablar que se relacionan con nuestras experiencias cotidianas de relaciones familiares y sociales, la filiación, la maternidad y el desposorio. Sobre este último quiero resaltar que es, según el papa Benedicto XVI, la fuente de donde emana cualquier otro tipo de vínculo, pues “... en toda esta multiplicidad de significados [del amor] destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor...”[9], entonces, ese es el tipo de relación amorosa que quiere ofrecer el Padre por el Hijo en el Espíritu Santo a cada hombre y mujer llamado a la salvación, una relación que involucra la integralidad de la creatura, no quiere salvar sólo nuestras almas sino también nuestros cuerpos, nuestra historia personal con sus virtudes y sus deficiencias, nuestra vida síquica, emocional, en fin todo lo que somos y tenemos; es una invitación a abrirnos a la legitima búsqueda de la felicidad propia y de los demás, viviéndola en el ya del el hoy de nuestra historia, pero con conciencia que sólo en Él estará la plenitud de la dicha; es una relación que exige exclusividad, no pueden haber otros “dioses” u otros “amores” que dividan el corazón, todo, los bienes, los proyectos, los afectos, se vuelven relativo frente al único absoluto.


II. El bautismo, un llamado desde, hacia y en el amor.

Como toda relación de amor, sólo madura en la socialización del compromiso. Quienes se aman de verdad desean compartir la felicidad del encuentro con ese otro que colma los anhelos más profundos y que da sentido a la vida. En el caso de una pareja es la unión matrimonial quien los saca del riesgo del intimismo y los abre a la responsabilidad social de no ser sólo dos sino de ser familia y constructores de la sociedad. En el vínculo de amor entre Dios y el hombre es el bautismo quien sella el compromiso de amor. Este compromiso no es igual en ambas partes, Dios-Padre no sólo salva o libera al hombre o la mujer pagando con la sangre de su Hijo nuestro rescate, sino que reparte en los redimidos las gracias y auxilios necesarios para alcanzar y permanecer en ese estado. El creyente bautizado, por su parte, responde aceptando libremente el don de la salvación, lo cual se ratifica en el testimonio de vida, busca el culmen de todo amante-amado, “... querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común...”[10].

Desde los inicios de la Iglesia, el bautismo fue vivido en la línea de hacer del creyente convertido otro Cristo, la versión de Mateo del Bautismo de Jesús (Mt 3) y su paralelo en Lucas (Lc 3, 1-22), según creen algunos exegetas tienen “... la intención de presentar[lo]... como modelo arquetípico del bautismo cristiano e incluso como su institución...”[11]. Esta intención no olvida la diferencia con la que llegamos al bautismo los cristianos con respecto a Jesús, Él “... se sometió voluntariamente al Bautismo de S. Juan, destinado a los pecadores, para "cumplir toda justicia" (Mt 3,15). Este gesto de Jesús es una manifestación de su "anonadamiento" (Flp 2,7)...”[12], de su opción por ser solidario en todo con los hombres y mujeres. Profundizando en Mt 3, en la línea de ser modelo de lo que ocurre en el hombre o mujer que se bautiza, encontramos los elementos necesarios para entender que es nuestro bautismo:


1. Los personajes.

A) Juan el Bautista. Representa el nexo entre el Testamento común y la novedad de Jesús (Cf Mt 3,2). El bautismo cristiano hunde sus raíces en la conciencia del pueblo de Israel de estar permanentemente necesitado de purificación, son un pueblo de labios impuros necesitados de la acción benéfica de Dios que los haga dignos (Cf. Isaías 6). Influenciados por el movimiento bautista, que se presenta entre el siglo II aC al IV dC en los pueblos del valle del Jordán, los israelitas tienen el bautismo de los prosélitos, “... baño de purificación que debía tomar todo pagano convertido a la religión judía. Formaba parte del rito de iniciación y era irrepetible... el prosélito judío se sumergía él mismo dentro del agua ante testigos judíos; el bautismo de los prosélitos sólo confería una purificación ritual (el perdón de los pecados se relacionaba con el sacrificio que venía a continuación)...”[13]. Otros grupos, como los esenios, también poseían baños rituales que eran repetibles[14]. “El bautismo de Juan presentaba aspectos novedosos... Juan actuaba de ministro: el sujeto era bautizado por él... Por otra parte, cada uno recibía el bautismo una sola vez (aunque esto no se diga expresamente)... su bautismo se puede considerar de alguna manera como rito de iniciación y agregación a la comunidad de los penitentes que se preparaban para la inminente venida de Yahvé...”[15]. Los elementos básicos del bautismo cristianos están contenidos en la práctica de Juan.

B) Jesús. Su presencia en la historia representa una novedad, una novedad de la que esta preñado el Testamento Común, éste la intuye, pero se quedan cortas y miopes sus expectativas ante la plena realización del Amor de Dios en la vida de Jesús. Con Él lo impensable va a ocurrir, el bautismo de Juan no perdona los pecados, sólo bautiza a los arrepentidos, él mismo conoce y reconoce las limitaciones de su celebración: “Yo os bautizo en agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y fuego...” (Mt 3,11). Para comprender bien lo que expresa Juan Bautista, debemos tomar en cuenta el lugar del bautismo en el ministerio de Jesús y en el de la Iglesia. La misión de Jesús comienza con su bautismo, y el bautismo estará en el centro de la misión de la Iglesia post-resurrección, “... después de su Resurrección, confiere esta misión a sus Apóstoles: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado" (Mt 28,19-20; cf Mc 16,15-16)”[16]. La misión no es una tarea de la mera voluntad de los discípulos, ella se puede llevar a cabo, porque el mismo Jesús asegura su desarrollo con el auxilio del Espíritu Santo, por ello desde “... el día de Pentecostés la Iglesia ha celebrado y administrado el santo Bautismo...”[17], de hecho la Iglesia apostólica ve en cada bautismo la repetición de la llegada del Espíritu, cumplimiento de las profecías veterotestamentarias[18]. “En su Pascua, Cristo abrió a todos los hombres las fuentes del Bautismo. En efecto, había hablado ya de su pasión que iba a sufrir en Jerusalén como de un "Bautismo" con que debía ser bautizado (Mc 10,38; cf Lc 12,50). La sangre y el agua que brotaron del costado traspasado de Jesús crucificado (cf. Jn 19,34) son figuras del Bautismo y de la Eucaristía, sacramentos de la vida nueva (cf 1 Jn 5,6-8): desde entonces, es posible "nacer del agua y del Espíritu" para entrar en el Reino de Dios (Jn 3,5). Considera donde eres bautizado, de donde viene el Bautismo: de la cruz de Cristo, de la muerte de Cristo. Ahí está todo el misterio: El padeció por ti. En él eres rescatado, en él eres salvado. (S. Ambrosio, sacr. 2,6)”[19]. Por ello, es inseparable, en el bautismo, la presencia de Jesús con su historia de nuestra liberación y su prolongación, que es la comunidad de sus discípulos y discípulas, y la del Espíritu Santo.


2. El agua y el Espíritu.

A pesar de la rupturas de la comunión, Dios no nos abandonó a nuestra suerte, se hace encontradizo de muchos modos en la historia: “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas;...” (Heb 1,1), o sea, por la revelación, pero sin olvidarnos que el mismo que se Reveló es el mismo que Creó, por lo cual, su materia creada se convierte, también, en “libro revelado” que debemos auscultar, como dice San Francisco de Asís, “... las creaturas... sirven, reconocen y obedecen, a su modo, a su Creador...”[20], y en ello le significan como él bello y radiante[21], el hacedor de lo claro, precioso y bello[22], el providente de todas las creaturas[23], etc., y el ser humano puede leerlo, pues “... no es un mero manipulador de su mundo, sino alguien capaz de leer el mensaje que el mundo trae en su interior...”[24], de ello se sirve Dios para establecer un camino que devuelva a la comunión perdida. Ante ello no debe extrañarnos que se sirviera del agua como signo para la salvación o liberación, ella simboliza con la misma fuerza la vida, en el estado fetal es el agua, el líquido amniótico, en el vientre materno el que nos permite vivir; quizás con menos fuerza hoy por los procesos potabilización, la experiencia de dejar agua en un lugar y ver que al pasar el tiempo bulle en ella vida; sin ir más lejos, nuestra discusión con Bolivia tiene que ver con el agua, es la falta de ella la que es acusada como causa de la pobreza, o sea, de muerte entre los ciudadanos del altiplano; finalmente, sabemos que sin agua no podemos sobrevivir ni puede haber vida. Pero a la vez, el agua significa la muerte, eso lo saben muy bien los pescadores, y esta en el sustrato de nuestros miedos a los monstruos marinos o a la fuerza devastadora de un tsunami, por ejemplo. Esta dualidad, aparentemente contradictoria, es muy útil para entender que ocurre en el creyente que se bautiza. En primer lugar, el bautismo nos pone en el vientre del Padre para nacer de nuevo, “... el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios...” (Jn 3,5), o sea no puede ser salvo. “Nacer de nuevo y Nacer del Espíritu vienen a ser sinónimos de nacer de Dios, expresión que es frecuente en la pluma de Juan (cf. Jn 1,13; 1Jn 2,29; 3,9; 4,7; 5,1.4.18) para significar la raíz de la nueva condición en que se encuentra el bautizado”[25]. Esto marca una profunda diferencia con el bautismo de Juan bautista, en él son bautizados los que se arrepienten, en el bautismo como nacimiento en Dios, que es la propuesta cristiana, es el mismo Padre quien elige incondicionalmente, sólo movido por el amor decide preñarse de cada uno de nosotros. “... Su amor, además, es un amor de predilección: entre todos los pueblos, Él escoge a Israel y lo ama, aunque con el objeto de salvar precisamente de este modo a toda la humanidad...”[26], cuando Él nos eligió para ser bautizados, en su mente esta su voluntad de que todos y todo sea retornado a la comunión original. Por esta gratuidad e incondicionalidad se sella la relación entre Dios y el creyente de una vez y para siempre[27].

Cuando Jesús sale del agua y se abren los cielos (Cf. Mt 3, 16), presenciamos su “parto”, que también es el nuestro, nace una nueva creatura. “En este contexto donde hemos de situar y valorar la expresión hoiothesia que, referida a los cristianos en relación con Dios, encontramos en Rom 8,23, Gál 4,5 y Ef 1,5. Se traduce generalmente por adopción filial. Se trata de un término de uso común en la jurisprudencia del mundo greco-romano y del semítico; allí la acción jurídica significada no afecta intrínsecamente al que es objeto de adopción; es pura denominación extrínseca. En cambio, el contexto en que lo encontramos en el NT y la mención de la potencia creadora del Espíritu que se hace en algunos textos obligan a traducirlo por el término más expresivo de filiación (divina), atribuyéndole significación y consistencia ontológica. No es una ficción jurídica, sino que presupone la comunicación real de una vida nueva. Esta vida es la vida nueva comunicada por el Espíritu a Cristo por su resurrección. Es ya la vida inmutable, incorruptible, inmortal, eterna. Es la misma vida de Dios, en la medida en que ésta es participable por las creaturas...”[28], esta conciencia en la Iglesia primitiva permite elaborar, especialmente en el mundo oriental cristiano, la doctrina de la divinización. Para los padres de la Iglesia “... el bautismo, que nos confiere la vida eterna (que es la vida misma de Dios) y nos hace partícipes de la naturaleza divina, nos hace también dioses: «hacerle a uno hijo (de Dios...)» equivale a divinizarlo. Repiten el adagio: «Dios se hizo hombre, para que los hombres se hicieran dioses», obviamente por el bautismo...”[29]. Esta nueva creatura no nace para sí, ni vive su filiación en un intimismo “mi-Padre-y-yo”, sino que es parido para la comunidad de los salvados, la Iglesia, el “... Bautismo hace de nosotros miembros del Cuerpo de Cristo. "Por tanto...somos miembros los unos de los otros" (Ef 4,25). El Bautismo incorpora a la Iglesia. De las fuentes bautismales nace el único pueblo de Dios de la Nueva Alianza que trasciende todos los límites naturales o humanos de las naciones, las culturas, las razas y los sexos: "Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo"...”[30], es en y con ella donde vive el triple modo de ser hijo o hija de Dios, profeta, sacerdote y rey, a través del “... anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia)...”[31]. Existe, entonces, un doble nacimiento en nuestro bautismo, nacemos para Dios y para la Iglesia.

Hemos dicho que el designio de nuestro Dios Trino y Uno es hacer del ser humano una creatura en comunión integral, consigo mismo y con los otros seres humanos y creaturas, y con el Gran Otro, que es su Creador, comunión que pasa por el amor concreto al prójimo y a las demás seres, sin embargo, la cerrazón del hombre en sí mismo, el egoísmo y la egolatría, ponen al hombre en competencia fratricida con el otro, ese divorcio entre lo que debería ser y lo que logramos construir en nuestra sociedad, es lo llamamos pecado original, el malestar en la vida. El único modo de salir de ese estado es volviendo a nacer, a la creatura nueva, por el amor del Padre al Hijo en el Espíritu Santo, “... todos los pecados son perdonados, el pecado original y todos los pecados personales así como todas las penas del pecado (cf DS 1316). En efecto, en los que han sido regenerados no permanece nada que les impida entrar en el Reino de Dios, ni el pecado de Adán, ni el pecado personal, ni las consecuencias del pecado, la más grave de las cuales es la separación de Dios...”[32]. Este es el sentido de morir del bautismo, el creyente muere, al ser sumergido en las aguas, a la esclavitud del pecado, que lo hace repugnante a los ojos de Dios: “Viendo Yahveh que la maldad del hombre cundía en la tierra, y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo, le pesó a Yahveh de haber hecho al hombre en la tierra, y se indignó en su corazón. Y dijo Yahveh: «Voy a exterminar de sobre la haz del suelo al hombre que he creado, - desde el hombre hasta los ganados, las sierpes, y hasta las aves del cielo - porque me pesa haberlos hecho.» ...” (Gn 6,5-7). Es sólo en el sacrificio en la Cruz de su Hijo Jesús, que es un “... ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical...”[33], en donde la mirada de Dios cambia, “... estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo por gracia habéis sido salvados y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús...” (Ef 2, 5-6); en el bautismo actualizamos el misterios de nuestra salvación. “¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si hemos hecho una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con él, a fin de que fuera destruido este cuerpo de pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado...” (Rom 6, 2-6). Bautizados no sólo en la muerte de Jesús sino por él mismo, “... Él es quien bautiza, él quien actúa en sus sacramentos con el fin de comunicar la gracia que el sacramento significa...”[34].

Este cambio se opera en el baño ritual, por medio del agua. Hemos dicho que Dios se comunica en el profundo significado de las cosas materiales, y que el hombre y la mujer tienen la gracia de poder escrutar ese misterio, el simbolismo de vida y muerte del agua tiene como trasfondo al mismo Espíritu Santo, “... el binomio agua-Espíritu, bautismo de agua-bautismo de Espíritu, no ha de entenderse primordialmente como oposición, sino como semejanza: para una mente bíblica, el agua es símbolo del Espíritu. «En la Escritura, frecuentemente, el Espíritu es prefigurado por el agua» (Orígenes). Desde las aguas primordiales de la creación sobre las que se cernía el Espíritu fecundándolas (Gn 1,2), el agua. En la Biblia, es signo del Espíritu vivificante. El don mesiánico del Espíritu: «Derramaré sobre vosotros un agua pura, que os purificará...; Os infundiré mi espíritu y haré que caminéis según mis preceptos» (Ez 36, 25-26). Es símbolo del Espíritu capaz de convertir el desierto en vergel floreciente (cf. Is 44, 3-4)...”[35]. Cuando en Jesús hemos salido del agua bautismal se ha abierto el cielo y el Espíritu Santo se ha posado sobre nosotros (Cf. Mt 3, 16), es importante unir este momento a la al inicio de la misión de Jesús, según Lucas, en la sinagoga de Nazaret (Cf. Lc 4, 16ss), poniendo atención en el texto leído de Isaías: “El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciego, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor...” (Lc 4, 18-19), allí esta el programa de vida de todo discípulo del Nazareno, vivir el amor como opción preferente, pero no excluyente, por los pobres, por los que no cuentan (Cf. Puebla 1145), pues en y por su Amor donado y transformante “...aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde... [su] perspectiva... Su amigo es mi amigo...”[36], partiendo desde nuestro círculo más cercano, “...quedando a salvo la universalidad del amor, también se da la exigencia específicamente eclesial de que, precisamente en la Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en necesidad...”[37], de ningún tipo, ni material ni espiritual ni afectiva ni social. La misión de los discípulos y discípulas cristificados y carismatizados, especialmente de los laicos, debe aportar a la construcción de una sociedad más justa, “...a través de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar...”[38], es sobre este último punto en donde los franciscanos y franciscanas debemos tener especial participación, nuestra vivencia de la fraternidad universal, ecuménica y cósmica debe ser una invitación a concretizar el sueño de nuestro Dios para su Creación.

3. La mirada del Padre.

Finalmente, detengamos en el último versículo de la versión mateana del Bautismo de Jesús. “Y una voz que salía de los cielos decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco»” (Mt 3,17). Desde la perspectiva de quien escribió, la acción es oír una voz, pero debemos invitarnos a ponernos en la perspectiva del que emitió esa voz, la frase oída evoca la imagen del hablante apuntando, con el dedo, por ejemplo, y con la mirada fija en Jesús. Detengámonos en la mirada de Dios. Frente a ella podemos aterrarnos, revivir la experiencia de nuestros primeros Padres y querer ocultar nuestra desnudez (Cf. Gn 3, 6ss), o posiblemente si fija su mirada entre nosotros o en nuestras sociedad para “...ver si hay un sensato, alguien que busque a Dios. Todos ellos están descarriados, en masa pervertidos. No hay quien haga el bien, ni uno siquiera...” (Salm 53, 3-4), o sea, revele nuestros dobleces, nuestras hipocresías e incoherencias en el estilo de vida. Una mirada de este estilo es parcial, Dios no es ni se hace el ingenuo con nuestras falsedades e incoherencias, las conoce, más aún en su Hijo las asumió, su mirar es severo pero invita a la esperanza, en el Salmo 53, por ejemplo, junto con constatar la universalidad de la insensatez, la promesa de salvación de ese estado abre a la esperanza en Yahvé, “ ¡Cuando Dios cambie la suerte de su pueblo, exultará Jacob, se alegrará Israel!” (Salm 53,7). Dios siempre promete al hombre mirarlo para salvarlo, que lejos estamos de tantas creencias incrustadas entre nosotros que le sienten y le piensan como un avasallador o como un destructor de la humanidad. La misma Sagrada Escritura lo afirma con abundancia, en el poema sacerdotal de la Creación (Cf. Gn 1–2,4a), ante cada día Dios ve su obra y contempla que es buena (Cf. Gn 1, 3.10.13.19.21.25), debe llamar la atención que cuando crea al ser humano, con lo cual culmina su Creación, no sólo mira y lo ve como “bueno”, sino como “muy bueno” (Cf. Gn 1,31), “... es algo más que un mero recurso poético; esta al servicio de una opción teológica que ve la creación como una obra buena que procede de un Dios bondadoso y fiel a su alianza...”[39], tanto con toda sus creaturas, como con el ser humano. “Dijo Dios a Noé y a sus hijos con él: «He aquí que yo establezco mi alianza con vosotros, y con vuestra futura descendencia, y con toda alma viviente que os acompaña: las aves, los ganados y todas las alimañas que hay con vosotros, con todo lo que ha salido del arca, todos los animales de la tierra. Establezco mi alianza con vosotros, y no volverá nunca más a ser aniquilada toda carne por las aguas del diluvio, ni habrá más diluvio para destruir la tierra»...” (Gn 9,8-11). Es quizás Lucas quién con mayor maestría recoge esta enseñanza de Jesús sobre la mirada del Padre en la parábola del hijo pródigo (Cf. Lc 15,11-32), cuando el hijo se levanta, recapacita y se encamina a la casa paterna, estando “... él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente...”(Lc 15,20), esa es la experiencia afectiva de la salvación-liberación, nuestro Padre nos anticipa, espera nuestro retorno, antes que la reprimenda nos acoge con afecto, hace fiesta por nuestro regreso. “La alegría está ostensiblemente presente en la praxis, en la teología y en la catequesis bautismales de la Iglesia antigua...”[40], este sentir se vive en el cielo (Cf. Lc 15,7), y en la Iglesia, ella se goza “... al recibir a nuevos miembros, primeros como catecúmenos, luego como neófitos. Es un lugar común de las catequesis bautismales..., el expresar la alegría exultante de la Ecclesia Mater y de sus ministros ante el nacimiento de nuevos hijos...”[41]. Queda establecido el como Dios Trino y Uno nos mira, su mirada es de protección y anticipación, somos sus aliados, y de alegría sobreabundante cuando respondemos con un corazón abierto a la propuesta de amor que nos hace. No debemos rehuir entonces de su mirada.

¿Por qué su mirada es así? Sí seguimos la presente argumentación sobre el texto del bautismo de Jesús de Mateo, o sea, que ese texto narra como es nuestro bautismo, entonces tenemos que decir que cuando fuimos bautizados el Padre nos miró y dijo: «Este es mi hijo amado o mi hija amada, en quien me complazco», o sea en quien me alegro, en quien hallo plena satisfacción. Una adecuada comprensión de lo dicho exige dos aclaraciones. Primero, sería errado pensar que esa mirada del Padre ocurre en un pasado, el momento del bautismo esta siempre frente a Él, ese “nos miró y dijo” es un “nos mira y dice”, por lo tanto, debe ser erradicada cualquier creencia o enseñanza que de al pecado poder de alejarnos de Dios, éste, es verdad, puede impedir dar los frutos de salvación[42]. Segundo, sería errado pensar que esa mirada se debe al hombre o a la mujer por sí mismas, como sí Dios tuviese una obligación o una deuda que cumplir, ella es debida a que somos bautizados “en” Jesús, hemos sido “... revestido de Cristo...” (Ga 3,27), o sea, nuestro cuerpo, que según Francisco de Asís es “...imagen de su Hijo Amado...”[43], ha sido cristificado, pues al ser sumergido en las aguas bautismales se ha asegurado “... una participación real en la muerte-resurrección de Cristo...”[44], con ello hemos cambiado de señorío, somos sellados como pertenencia de Cristo[45], desde allí cuando el Padre nos ve, nos mira en Cristo. No solo hemos sido cristificados en nuestros cuerpos, sino además, constituidos templos del Espíritu Santo (Cf. 1 Co 6,19), o sea, cuando el Padre nos ve, mira el lugar de su morada. Entonces, la mirada de complacencia del Padre es porque nos ve como alguien suyo.


Bibliografía.

Biblia y textos del Magisterio.

Biblia de Jerusalén.
o Catecismo de la Iglesia Católica. En: http://www.vatican.va/archive/ESL0022/_INDEX.HTM
o Deus Caritas Est. Carta Encíclica de Benedicto XVI, 2005. En: www.Vatican.va
o Puebla En: Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano, 1993.

§ Textos Franciscanos y Clareanos.

o Admoniciones de San Francisco de Asís. (Adm)
o Cántico del hermano Sol, compuesto por San Francisco (Cant)
o Carta 3ª de Santa Clara de Asís a la beata Inés de Praga (Cl3C)
o Carta de san Francisco a los fieles, segunda redacción (CtaF2).
o Testamento de San Francisco de Asís (Test).

§ Libros y publicaciones.

o Boff, Leonardo, 1990. Los sacramentos de la vida y la vida de los sacramentos. Indo-american Press Service-Editores. 9º edición.
o Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano, 1993. Río de Janeiro, Medellín, Puebla, Santo Domingo. Documentos Pastorales. San Pablo. 1º edición.
o Noemí, Juan, 1996. El mundo, creación y promesa de Dios. San Pablo. 1ª edición. Chile.
o Oñatibia, Ignacio, 2000. Bautismo y confirmación. BAC. Madrid.
[1] Deus Caritas est (Desde aquí DCE) 1
[2] Test 3
[3] Cf. Cant 9
[4] CL3C 21-23
[5] DCE 9
[6] Catecismo de la Iglesia Católica (Desde aquí CEC) 62
[7] DCE 19.
[8] CtaF2 49-56
[9] DCE 2
[10] DCE 17
[11] Ignacio Oñatibis, 2000: 41.
[12] CEC 1224
[13] Ignacio Oñatibia, 2000: 38.
[14] Cf. Ídem
[15] Íbidem: 39
[16] CEC 1223
[17] CEC 1226
[18] Cf. Ignacio Oñatibia, 2000: 35-36.
[19] CEC 1225
[20] Adm 5
[21] Cf. Cant 4
[22] Cf. Cant 5
[23] Cf. Cant 6
[24] Leonardo Boff, 1990: 11
[25] Ignacio Oñatibia, 2000: 181
[26] DCE 9
[27] Cf. CEC 1272
[28] Ignacio Oñatibia, 2000: 181
[29] Ignacio Oñatibia, 2000: 183-184.
[30] CEC 1267
[31] DCE 25
[32] CEC 1263
[33] DCE 12
[34] CEC 1127
[35] Ignacio Oñatibia, 2000: 35-36
[36] DCE 18
[37] DCE 25
[38] DCE 28
[39] Juan Noemí, 1996: 41
[40] Ignacio Oñatibia, 2000: 200
[41] Ibídem: 201
[42] Cf. CEC 1272
[43] Adm 5,1
[44] Ignacio Oñatibia, 2000: 183
[45] CEC 1272

No hay comentarios.: