Homilía Viernes Santo.
Permítanme, hermanos, comenzar la reflexión
de este día leyéndoles un poema de Gabriela Mistral, poetisa chilena y
terciaria franciscana, titulado Viernes Santo:
El sol de abril aún es
ardiente y bueno
y el surco, de la espera, resplandece;
pero hoy no llenes l’ansia de su seno,
porque Jesús padece.
y el surco, de la espera, resplandece;
pero hoy no llenes l’ansia de su seno,
porque Jesús padece.
No remuevas la tierra. Deja,
mansa,
la mano en el ardo; echas las mieses
cuando ya nos devuelvan la esperanza,
que aún Jesús padece.
la mano en el ardo; echas las mieses
cuando ya nos devuelvan la esperanza,
que aún Jesús padece.
Ya sudó sangre bajo los
olivos,
y oyó al que amaba, que negó tres veces.
Mas, rebelde de amor, tiene aún latidos,
¡Aún padece!
y oyó al que amaba, que negó tres veces.
Mas, rebelde de amor, tiene aún latidos,
¡Aún padece!
Por tú, labrador, siembras
odiando,
y yo tengo rencor cuando anochece,
y un niño va como un hombre llorando,
Jesús padece.
y yo tengo rencor cuando anochece,
y un niño va como un hombre llorando,
Jesús padece.
Está sobre el madero todavía
y sed tremenda el labio le estremece.
¡Odio mi pan, mi estrofa y mi alegría,
porque Jesús padece!
y sed tremenda el labio le estremece.
¡Odio mi pan, mi estrofa y mi alegría,
porque Jesús padece!
A Gabriela
le asombra que Jesús padece, cada
estrofa lo grita. El Evangelio de Juan confirma a la poetiza, el Jesús del
Viernes santo padece físicamente, es abofeteado, torturado, se le golpea con el
látigo, se le quiere doblar uniendo al castigo en su cuerpo el padecimiento psicológico,
se le humilla con los vestidos de un rey y con los insultos. Ya contemplarlo ensangrentado
y humillado asombra, pero la sangre es solo la manifestación de un padecimiento
moral, nada de esto es merecido, es víctima de un complot, unos lo acusan de
proclamarse Mesías, el ungido de Dios ¿Cómo el hijo de un obrero y de una joven
rural va a ser portador del mensaje y la realización de la esperanza para el
pueblo? Aceptarlo sería reconocer la
locura de Dios. Con su palabra y gestos de cercanía y de inclusión Jesús ha
manifestado, como un rebelde por el amor, que Dios es para los débiles y frágiles
y que su amor no conoce límite cultural, social o de religión, que no hay
buenos o malos, sino simples buscadores de sentido y de amor en el servicio
desde abajo con el prójimo. Eso es inaceptable para los hombres satisfechos sus
seguridades, su poder, sus certezas deben ser defendidas por sobre la vida
humana, ellos son los que tienen la razón. De la acusación de Mesías a la
acusación de querer usurpar al Cesar, proclamándose rey, con el único fin de
conseguir la muerte del inocente, del que molesta y cuestiona. “No tenemos otro
rey que el Cesar”, es el grito desesperados de quienes sólo desean mantener su
condición de hombres satisfechos, sin importar que proclamarlo públicamente sea
traicionarse en sus convicciones y creencias. El padecimiento moral de Jesús no
es porque tenga Él alguna culpa o deuda con los hombres o con su Padre, sino
nace de la tristeza de ver como los hombres y las mujeres, sea en forma consciente
o inconsciente, como victimarios o como cómplices silenciosos, cumplen la
profecía de Pilatos: “¡Aquí tienen al hombre!” La condición humana es
sintetizada en ese inocente injustamente condenado, torturado y humillado, se
hace carne la profecía de Isaías de la primera lectura. ¿Podrían los
confabuladores haber actuado de otro modo? Es difícil, pues el que mucho tiene
mucho debe asegurar, se hace idolatra de sus riquezas, de sus capacidades o de
sus proyectos, y el ídolo exige tarde o temprano sangre humana para aplacarse.
O, ¿podría la muchedumbre no haber sido arrastrada tras la manipulación de sus
líderes? El mismo Jesús los contempló una vez y se le movieron las entrañas
como una madre, ante una masa que vaga como ovejas sin pastor, están llenos de
temor, cansado de amos que los esclavizan, de promesas que se vuelven discursos
vacíos. La muchedumbre no es un pueblo no es una comunidad, sino el conjunto de
hombres y mujeres frustrados y doblados por los poderes de este mundo. Pero, ¿y
sus discípulos, aquellos que compartieron la mesa y la experiencia
evangelizadora? Aquí llegamos al tercer modo en que Jesús padece, la
experiencia del dolor afectivo, los que lo aman, y lo hacen sinceramente, no
responden a la altura de ese amor, uno lo traiciona, otro lo niega por miedo,
otros arrancan, otros se esconden, el temor puede más que el amor. Vivir en su
carne estos tres niveles de padecimientos humanos, son el modo en que Él llega
a ser causa de salvación eterna, como nos ha dicho la Carta a los hebreos.
Unidos a
Gabriela, nosotros también nos asombramos del Jesús que padece. Y con la
poetiza tenemos que hacer un camino común, descubrir que este asombro no es un
hecho puramente humano sino de toda la creación, ella contempla al Jesús que
padece y queda muda deseando ver y encontrar su esperanza, por eso no llenará
su ansia, sus ganas de dar vida y sus frutos, en palabras de Pablo a los romanos,
ella gime con dolores de parto esperando la manifestación de los hijos de Dios.
No está en la Pasión de Juan, pero sí en los relatos sinópticos, la creación
contempla a aquel que anuncio con una estrella, encarnando la fragilidad de la
condición humana y su mudez se manifiesta como tinieblas y temblores. La tierra
y los pobres están siempre entre las primeras víctimas de los hombres o mujeres
satisfechos, idolatras de sus seguridades y riquezas, hoy como ayer, hay
quienes sacrifican los dones y la belleza de lo creado o la sangre de los
pobres en los altares del mercado o de otra ideología de turno, dejando
despojada y muda a la hermana madre tierra y a la masa que vaga como ovejas sin
pastor. Como dice Gabriela: “aún padece”, el poeta se hizo profeta, y a finales
de los setenta, en Puebla, nuestros pastores latinoamericanos nos lo recuerdan
con claridad, Jesús aún padece con rostros
de niños, golpeados por la pobreza desde antes de nacer; con rostros de jóvenes, desorientados por no
encontrar su lugar en la sociedad; frustrados, sobre todo en zonas rurales y
urbanas marginales, por falta de oportunidades de capacitación y ocupación; con
rostros de indígenas y de obreros frecuentemente mal retribuidos y
con dificultades para organizarse y defender sus derechos; con rostros de marginados y hacinados urbanos,
con el doble impacto de la carencia de bienes materiales, frente a la
ostentación de la riqueza de otros sectores sociales; con rostros de ancianos, cada día más numerosos,
frecuentemente marginados de la sociedad del progreso que prescinde de las
personas que no producen; en ejercicio de actualización debemos decir que
Jesús, también, padece con el rostro de una tierra abusada, con rostros de
endeudados; con rostros de padres o hijos que ven cerradas las puertas a una
atención de salud o una educación digna; con rostro de jubilados que se ven
empobrecidos, luego de una vida de trabajo, con miserables pensiones ¡Sí, aún
Jesús padece física, moral y afectivamente!
Al final
del poema mistraliano está escrito:
¡Odio mi pan, mi estrofa y mi alegría,
porque Jesús padece!
porque Jesús padece!
Estas
palabras deben resonarnos profundamente, son una invitación a uno de los
aspectos muy olvidados de nuestra experiencia de fe, la ira santa. No basta
contemplar el padeció y el aún padece, no podemos convertir el
Viernes Santo en un mero recuerdo histórico o sentimental, en que hacemos silencio
por algo horroroso ocurrido hace casi dos milenio o simplemente, reconocer que
hay entre nosotros otros cristos crucificados, torturados, olvidados o humillados,
y llenar nuestros ojos de lágrimas o nuestro corazón de congoja. Viernes Santo
es sólo una vez al año, pero quienes llevan en su vida las marcas del
crucificado habitan nuestro mismo mundo los 364 días restantes. “Odiar” es una
palabra fuerte, pero es la adecuada, debo odiar aquellas estructuras de muerte
que me impiden el servicio, el desarrollo de mi vocación cristiana, la
solidaridad, la construcción de la paz, de la justicia o de la comunión con mi
prójimo y con la tierra. Odiar es discernir y abandonar las seguridades, las
riquezas, los proyectos que me impiden amar, ver cara a cara a otro ser humano
o a la tierra, y me hacen sentir con el derecho de usar o desechar su
existencia. Odiar es tener la voluntad y buscar la Gracia del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo para cambiar las estructuras caducas personales, sociales o eclesiales. Ante el
misterio del Hijo que padece, seamos sinceros ¿Cuál es mi pan, mi estrofa o mi alegría
que debo odiar, es decir, dejar morir en la cruz para resucitar, tener una vida
en el amor, en el servicio o en la solidaridad?
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