25 de abril de 2013

En el Año de la fe, ¿adónde vamos como hermanos menores?


Publicado en Apuntes Franciscanos N°1, Chile 2013. Provincia Franciscana de la Santísima Trinidad

Hno. Manuel Alvarado S., ofm

“Se invita a los Institutos a reproducir con valor y audacia, la creatividad y la santidad de sus fundadores y fundadoras como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy…”[1]. Con estas palabras inspiradoras del Beato Juan Pablo II deseo iniciar esta reflexión a la luz del Año de la Fe convocado por Benedicto XVI. El Santo Padre nos invita a releer, cincuenta años después, los documentos del Concilio Vaticano II, como “… una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza»…”[2].

A las cinco décadas, del inicio del Concilio, se une los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, “… promulgado por… el beato Papa Juan Pablo II, con la intención de ilustrar a todos los fieles la fuerza y belleza de la fe. Este documento, auténtico fruto del Concilio Vaticano II, fue querido por el Sínodo Extraordinario de los Obispos de 1985 como instrumento al servicio de la catequesis, realizándose mediante la colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia católica…”[3].

Finalmente, como religiosos, debemos unirnos al llamado de nuestra Iglesia y descubrir cómo el Espíritu de Dios nos ha impulsado por caminos nuevos, algunos tortuosos o sin mucha claridad sobre su punto de llegada, a la luz de la reflexión de nuestra Orden y del caminar de nuestra Provincia, para ser estimulados a ser fieles a los designios de Dios y al servicio de la humanidad.

Estos hitos históricos deben ser leídos a la luz de un nuevo contexto social y eclesial que nos toca vivir: ¿Cómo recibir hoy el Concilio?, ¿cómo se hace norte sus intuiciones y propuestas? y ¿cómo ilustramos al hombre o a la mujer de hoy la fuerza y la belleza de la fe? Como nunca el ser humano tiene hoy más conciencia del valor de su persona y de su individualidad, van cayendo las estructuras de muerte que separaban al hombre de la mujer, al pobre del rico, existe una búsqueda de igualdad, trasparencia de las relaciones, y un rechazo, que se hace natural, a toda forma de discriminación y de explotación, integrándose, lamentablemente, más lento de lo requerido o esperado, a la Tierra. La sociedad no está exenta de crisis, dificultades y de variadas paradojas en su realización social; podemos hablar de un malestar instalado entre nosotros producto de la centralidad de lo económico, de la desigualdad social y de la desintegración de las relaciones sociales[4].

En lo eclesial, debemos constatar dos fenómenos importantes que tomar en cuenta: primero, la Iglesia ha ido perdiendo la confianza de la ciudadanía en las encuestas, ello tanto por las situaciones de pecados que se van haciendo públicos por parte de sus ministros, como por una exigencia de coherencia, que de pronto raya en lo inhumano. La pérdida de confianza ha ido de la mano de la pérdida de influencia y poder en la sociedad, de una crisis vocacional y su consecuente envejecimiento tanto de los fieles como de clérigos y religiosos, llegando algunas comunidades a estar desapareciendo en la historia. La vida religiosa ha sufrido los mismos embates que el resto de la Iglesia, pero debe sumarse una pérdida de relevancia al interior de la misma comunidad eclesial.

La Orden ha debido asumir el desafío de ser vida religiosa en este contexto. El último Capítulo General ha expresado: “El Definitorio general, a través del SGFE y el SGME, profundice el tema de la identidad franciscana y de la participación en la misión evangelizadora de los Hermanos sacerdotes y laicos. Si lo considera oportuno, en colaboración con las diversas Conferencias, organice encuentros a nivel continental sobre estos temas[5], definiendo que la respuesta a las actuales crisis, para nosotros hermanos menores, pasa por tomar conciencia de nuestra identidad en el mundo y en la Iglesia, que se expresa en ser hermanos en misión[6].

Para aportar en la búsqueda de identidad de hermano menor y para profundizar en el Año de la fe, propongo tres fidelidades en las que debemos crecer.

1. Fidelidad a la tradición


La tradición tiene para la Iglesia un norte y un límite: el seguimiento de Cristo, el encuentro con Él. “...No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva…”[7], y para nosotros ese seguimiento y encuentro tiene una meta, “…la prosecución de la caridad perfecta por la práctica de los consejos evangélicos…”[8], es decir, queremos responder al ser encontrados con un seguimiento más radical que el del común de los fieles, pero no como un acto exclusivo o excluyente del resto del cuerpo eclesial, sino como vocación en y para la Iglesia; nos recuerda el Catecismo: “…La perfección de la caridad a la cual son llamados todos los fieles implica, para quienes asumen libremente el llamamiento a la vida consagrada, la obligación de practicar la castidad en el celibato por el Reino, la pobreza y la obediencia…”[9] Tres son los conceptos centrales de esta primera fidelidad: libertad, consagración y consejos evangélicos o votos, con miras a realizar y testimoniar el amor de Dios en la vida personal, fraterna, eclesial y social.

Todo parte del llamado de Dios al hombre o la mujer a ser sus discípulos, en variopintas vocaciones[10], a la que este debe responder libremente, no según el parecer particular, sino según el carisma recibido en la comunidad[11]; por tanto, responder no es simplemente un acto de voluntad sino una entrega generosa a un proyecto en camino, se debe renunciar a la tentación de querer hacer todo de nuevo.

Optar libremente por consagrarse, en una determinada espiritualidad, implica buscar y amar a Dios que nos amó primero[12] desde una intimidad, querida por Dios desde el bautismo, y que impulsa, en el Espíritu Santo, a una dedicación total a Dios[13]. De allí que la consagración religiosa tenga una exigencia “externa”, ser escuela de oración[14] desde donde brote el servicio eclesial y social, “… los miembros de cualquier Instituto, buscando sólo, y sobre todo, a Dios, deben unir la contemplación, por la que se unen a Él con la mente y con el corazón, al amor apostólico, con el que se han de esforzar por asociarse a la obra de la Redención y por extender el Reino de Dios…”[15].

Debemos detenernos especialmente en los consejos evangélicos o votos. Como hemos dicho anteriormente, no podemos menospreciar ninguna otra vocación como camino válido para vivir y testimoniar el amor de Dios, pero debemos detenernos en aquello que nos es propio. Un religioso, laico o clérigo, no puede definirse por la posesión o no de un ministerio, o de una tarea eclesial particular o un cierto nivel de formación académica; lo que nos hace de “especial consagración” es la profesión de los votos y el abrazo de ellos como camino de santidad y servicio; así ha sido desde los inicios de la vida consagrada. Sin embargo, debemos reconocer que el sin propio, la obediencia y la castidad no son un tema recurrente en nuestra formación permanente; muchas veces son como “piezas de museo” de la espiritualidad que hemos abrazado, algo del pasado o arcaico, estamos más centrados en lo que hacemos que en lo que somos, es una queja recurrente de los Ministros, Guardianes y hermanos en general. La búsqueda de nuestra propia identidad de hermanos menores no puede pasar por alto, entonces, uno de los elementos centrales para su reconstrucción o reencantamiento.

La profesión de votos confirma lo que somos, hombres libres y consagrados que hemos recibido el Espíritu de Francisco de Asís[16], quien en su Forma de vida nos legó estas palabras: “La regla y vida de estos hermanos es ésta, a saber, vivir en obediencia, en castidad y sin propio”, y que el Papa Juan Pablo II pone de modelo para toda la vida consagrada[17]. Y a este mismo Beato debemos pedirle nos recuerde el sentido profundo del núcleo de nuestra identidad de religiosos:

“La castidad de los célibes y de las vírgenes, en cuanto manifestación de la entrega a Dios con corazón indiviso (cf. 1 Co 7, 32-34), es el reflejo del amor infinito que une a las tres Personas divinas en la profundidad misteriosa de la vida trinitaria; amor testimoniado por el Verbo encarnado hasta la entrega de su vida; amor «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rm 5, 5), que anima a una respuesta de amor total hacia Dios y hacia los hermanos.

La pobreza manifiesta que Dios es la única riqueza verdadera del hombre. Vivida según el ejemplo de Cristo que « siendo rico, se hizo pobre » (2 Co 8, 9), es expresión de la entrega total de sí que las tres Personas divinas se hacen recíprocamente. Es don que brota en la creación y se manifiesta plenamente en la Encarnación del Verbo y en su muerte redentora.

La obediencia, practicada a imitación de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34), manifiesta la belleza liberadora de una dependencia filial y no servil, rica de sentido de responsabilidad y animada por la confianza recíproca, que es reflejo en la historia de la amorosa correspondencia propia de las tres Personas divinas”[18].

A la luz de estas palabras[19], es bueno preguntarnos:

Como hombres consagrados libremente y herederos de una tradición espiritual, ¿cuán significativos son la vivencia de los votos o consejos evangélicos en el proyecto de vida personal, fraterno, pastoral o evangelizador?

2. Fidelidad a la Iglesia


¿Cuál es el sentido y el valor que le damos a la archirrepetida frase; “vivir a los pies de la santa madre Iglesia? La Iglesia es, según el Concilio Vaticano II, “…signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano…”[20]. Por ser instrumento de la unión íntima con Dios, ella está llamada a discernir sobre la sinceridad y proyecciones de nuevas formas de vida religiosa[21] e incluso si es necesario su instalación en una determinada diócesis[22]; a recibir y confirmar gozosamente el don del carisma en su interior[23]; y a ser responsable de su crecimiento, compartiendo con ellas las fuentes de fe, esperanza y caridad, que guarda, invitándolas a que “…han de cultivar con interés constante el espíritu de oración y la oración misma.

En primer lugar, manejen cotidianamente la Sagrada Escritura para adquirir en la lectura y meditación de los sagrados Libros “el sublime conocimiento de Cristo Jesús”. Fieles a la mente de la Iglesia, celebren la sagrada Liturgia y, principalmente, el sacrosanto Misterio de la Eucaristía no sólo con los labios, sino también con el corazón, y sacien su vida espiritual en esta fuente inagotable. Alimentados así en la mesa de la Ley divina y del sagrado Altar, amen fraternalmente a los miembros de Cristo, reverencien y amen con espíritu filial a sus pastores y vivan y sientan más y más con la Iglesia y conságrense totalmente a su misión…”[24], pues sólo así se podrán reencantar de la originalidad de su forma de vida, nacida en el Evangelio encarnado por sus fundadores en y para la edificación del Cuerpo místico de Cristo y el ser humano con sus gozos, esperanzas y sufrimientos en la actualidad[25]. Lo dicho hasta aquí, se realiza en la donación del hermano a la Iglesia, que como hemos dicho “le exige ser maestro y escuela” de intimidad con Dios.

Hay una segunda dimensión de la realidad eclesial que no puede ser olvidada, ella es signo e instrumento de la unidad del género humano, de allí nace que ser Iglesia es ser comprometido con la causa del ser humano, nada de lo humano nos puede ser extraño o ajeno, y que unido a ser escuela de contemplación e intimidad con Dios, los creyentes deben ser escuela de humanidad. Y lo que se hace una tarea para todos, lo es especialmente para quienes por la profesión de los consejos han optado por profundizar el bautismo, configurándose más plenamente a Cristo, y la confirmación, abriéndose al Espíritu Santo en nuevas posibilidades y frutos de santidad y de servicio[26]. Por eso, el Concilio invita a la vida religiosa a adaptarse al hombre actual desde la renovación de su propia espiritualidad[27], teniendo en cuenta “…las necesidades del apostolado, las exigencias de la cultura y las circunstancias sociales y económicas...”[28], con una insistencia permanente a no caer en la tentación de separar la oración del apostolado, pues, ambas tienen la misma fuente[29].  Solo así una espiritualidad puede ser fiel a la Iglesia y aportar lo que se espera de ella[30]. “…Las diversas espiritualidades cristianas participan en la tradición viva de la oración y son guías indispensables para los fieles…”[31], esta expresión es aterrizada en el documento de Aparecida, al decir: “Los pueblos latinoamericanos y caribeños esperan mucho de la vida consagrada, especialmente del testimonio y aporte de las religiosas contemplativas y de vida apostólica que, junto a los demás hermanos religiosos, miembros de Institutos Seculares y Sociedades de Vida Apostólica, muestran el rostro materno de la Iglesia. Su anhelo de escucha, acogida y servicio, y su testimonio de los valores alternativos del Reino, muestran que una nueva sociedad latinoamericana y caribeña, fundada en Cristo, es posible”[32].

Nuestra fidelidad a la Iglesia, por lo tanto, no va unida sencillamente a estructuras pastorales históricas o necesarias para el servicio eclesial, sino a discernir sí el estilo y la opción de vida van siendo guía para el pueblo de Dios, no como quienes son expertos o tienen el poder religioso, sino como quienes acogen, escuchan, sirven y levantan alternativas en el cansancio y agobio de la vida. Un discernimiento urgente debe hacerse frente a nuestras estructuras, proyecciones y opciones, y también, sincero, para descubrir que hay que dejar ir por estar ya caduco[33].

Como hermanos menores en la Iglesia, ¿cómo está la escucha, acogida y servicio, tanto al Espíritu de Francisco en el que nos hemos consagrado como al pueblo de Dios al que acompañamos? ¿Qué debe morir en nosotros para que podamos estar a la altura de lo esperado por nuestro pueblo y nuestra Iglesia?

3. Fidelidad a la Orden


Somos hermanos en la Iglesia, y no de cualquier modo sino como “…una fraternidad en la cual los hermanos, siguiendo más de cerca de Jesucristo bajo la acción del Espíritu Santo, se dedican totalmente, por la profesión, a Dios sumamente amado, viviendo en la Iglesia el Evangelio según la forma observada y propuesta por San Francisco”[34], y aunque constituirnos en comunidad de hermanos no es una propiedad o una particularidad sólo nuestra, pues la vida religiosa, en general, se funda desde el modelo de “…la primitiva Iglesia, en la cual la multitud de los creyentes eran un corazón y un alma, ha de mantenerse la vida común en la oración y en la comunión del mismo espíritu, nutrida por la doctrina evangélica, por la sagrada Liturgia y principalmente por la Eucaristía. Los religiosos, como miembros de Cristo, han de prevenirse en el trato fraterno con muestras de mutuo respeto, llevando el uno las cargas del otro, ya que la comunidad, como verdadera familia, reunida en nombre de Dios, goza de su divina presencia por la caridad que el Espíritu Santo difundió en los corazones…”[35], debemos seguir la misma reflexión hecha sobre el bautismo: A los hijos de san Francisco se les pide ser escuela de fraternidad en medio del pueblo de Dios.

Para llegar a esta meta, debemos reconocer que debemos hacer un largo camino de conversión en nuestra vida y estructuras, que debe pasar por las preguntas: “¿Dónde nos encontramos? ¿Hacia dónde queremos ir? ¿Hacia dónde nos impulsa el Espíritu, teniendo en cuenta nuestra realidad (debilidades y posibilidades), las invitaciones de la Iglesia, los últimos documentos de la Orden y los signos de los tiempos?”[36], manifestadas por nuestro último Capítulo general del 2009. Solo la meditación sincera de nuestra realidad y contexto nos puede hacer fieles a la herencia recibida en la tradición y vivida en medio de la Iglesia y el mundo, y nos permitirá convertirnos a una verdadera animación fraterna, a ello ayudarán los encuentros en las diversas estructuras y servicios[37]; a una conversión a la Palabra[38] y a una vida de profundización en la oración[39].

Las voces del Espíritu nos impulsan a renovarnos interiormente y especialmente en nuestros servicios, es verdad que una conversión interior no es suficiente sino va acompañada de una conversión a la fraternidad, y ambas quedarían cortas sí no van acompañadas de una conversión en nuestra evangelización y servicio, de allí que deben ser destacados los Mandatos de nuestro último Capítulo general sobre nuestro ser hermanos en misión. Nuestra prioridad por la Evangelización debe estar marcada por un “…diálogo ecuménico, interreligioso e intercultural…”[40], ir al otro en respeto por su identidad, y en colaboración fraterna entre entidades[41], servicios de la Orden[42] y la Familia Franciscana[43], es un trabajo de los hermanos para la Iglesia, debe renunciarse a los caudillismos y caciquismo pastorales. Para esta colaboración están las propuestas impulsadas y renovadas por los capitulares[44], que no hablan sólo de una preocupación por la misión sino también de una ocupación de esta tarea prioritaria. Se reconoce el valor y la diversidad de las formas evangelizadoras en nuestra Orden, “…servicio parroquial, santuarios e iglesias conventuales, predicaciones y misiones populares y otras formas de pastoral tradicional (hospitales, cárceles, inmigrantes, escuelas y universidades)…”[45], sin excluir la animación de nuevas formas[46], y quizás uno de los aspectos más importantes, la colaboración horizontal de los fieles en las mismas: “Los Hermanos, donde quiera que vivan, fortalezcan la colaboración y el diálogo con los laicos, en vistas a una compartida evangelización del mundo, preparando con ellos programas de formación y animación, inspirados en los documentos de la Iglesia y de la Orden”[47].

Al hablar de fidelidad y pertenencia a la Orden, ¿tenemos conciencia de la responsabilidad de conocer tanto el documento de nuestro último Capítulo general como las exigencias que surgen para mi vida fraterna, eclesial y social? ¿A qué estoy dispuesto a renunciar o abrazar en este año de la fe para profundizar en mi consagración como hermano menor?

Bibliografía


·         Documentos del Concilio Vaticano II:
o   Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium (LG), noviembre de 1964.
o   Decreto Perfectae caritatis (PC), octubre de 1965.
o   Decreto Optatam totius (OT), octubre de 1965.

·         Magisterio pontificio:
o   Catecismo de la Iglesia Católica (CEC), octubre de 1992.
o   Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Vita Consecrata (VC), marzo de 1996.
o   Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est (DCE), diciembre de 2005.
o   Benedicto XVI, Carta Apostólica en forma de “motu proprio” Porta Fidei (PF), octubre de 2011.

·         Magisterio latinoamericano:
o   Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Documento de Aparecida, (Aparecida) mayo de 2007
o   Comité permanente de la Conferencia Episcopal de Chile, Humanizar y compartir con equidad el desarrollo de Chile, septiembre de 2012.

·         Documentos de la Orden:
o   Capítulo General 2009, Portadores del don del Evangelio (PdE), Pentecostés de 2009.



[1] VC 37.
[2] PF 5.
[3] PF 4.
[4] Cf. Comité permanente de la Conferencia Episcopal de Chile, Humanizar y compartir con equidad el desarrollo de Chile, especialmente su capítulo III. Cambios de nuestro tiempo: hechos que nos interpelan.
[5] PdE, Mandato 2.
[6] En esta línea, el Ministro General ha dedicado la Carta a la Orden por la solemnidad de San Francisco de los años 2010 y 2011, a la reflexión sobre la identidad del hermano menor presbítero y del hermano menor laico, respectivamente.
[7] DCE 1.
[8] PC 1.
[9] CEC 915.
[10] El CEC recuerda la profunda comunión que existe entre toda vocación suscitada en la Iglesia, y además, insiste en que no hay unas más importantes que otras, en particular parece importante destacar la comunión entre matrimonio y virginidad consagrada y su aporte a la construcción del proyecto de Dios: “Estas dos realidades, el sacramento del Matrimonio y la virginidad por el Reino de Dios, vienen del Señor mismo. Es él quien les da sentido y les concede la gracia indispensable para vivirlos conforme a su voluntad (cf. Mt 19,3-12). La estima de la virginidad por el Reino (cf. LG 42; PC 12; OT 10) y el sentido cristiano del Matrimonio son inseparables y se apoyan mutuamente: Denigrar el matrimonio es reducir a la vez la gloria de la virginidad; elogiarlo es realzar a la vez la admiración que corresponde a la virginidad... (S. Juan Crisóstomo, virg. 10,1; cf. FC, 16)” (CEC 1620).
[11] “Desde los comienzos de la Iglesia hubo hombres y mujeres que intentaron, con la práctica de los consejos evangélicos, seguir con mayor libertad a Cristo e imitarlo con mayor precisión. Cada uno a su manera, vivió entregado a Dios. Muchos, por inspiración del Espíritu Santo, vivieron en la soledad o fundaron familias religiosas, que la Iglesia reconoció y aprobó gustosa con su autoridad” (PC 1 y CEC 918).
[12] Cf. PC 6.
[13] Cf. PC 5 y CEC 916.
[14] “… en las regiones en que existen monasterios, una vocación de estas comunidades es favorecer la participación de los fieles en la Oración de las Horas y permitir la soledad necesaria para una oración personal más intensa…” (CEC 2691). Aún cuando el acento en el Catecismo esta puesto en la particularidad de la vocación monástica, ninguna comunidad o fraternidad de religiosos puede sentirse excluido de esta tarea.
[15] PC 5.
[16] Cf. CEC 2684.
[17] Cf. VC 18.
[18] VC 21.
[19] Para una mayor profundización sobre el sentido de los consejos evangélicos, cf. PC 12-14 y CCGG 7-9.
[20] LG 1.
[21] “En la fundación de nuevos Institutos ha de ponderarse maduramente la necesidad, o por lo menos la grande utilidad, así como la posibilidad de desarrollo, a fin de que no surjan imprudentemente Institutos inútiles o no dotados del suficiente vigor. De modo especial promuévanse y cultívense en las Iglesias nuevas las formas de vida religiosa que se adapten a la índole y a las costumbres de los habitantes y a los usos y condiciones de los respectivos países” (PC 19).
[22] Cf. Aparecida 222.
[23] Cf. PC 1.
[24] PC 6.
[25] Cf. PC 2.
[26] Cf. VC 30.
[27] Cf. PC 2.
[28] PC 3.
[29] “…cuanto más fervientemente se unan a Cristo por medio de esta donación de sí mismos, que abarca la vida entera, más exuberante resultará la vida de la Iglesia y más intensamente fecundo su apostolado…” (PC 1); “…los miembros de cualquier Instituto, buscando sólo, y sobre todo, a Dios, deben unir la contemplación, por la que se unen a Él con la mente y con el corazón, al amor apostólico, con el que se han de esforzar por asociarse a la obra de la Redención y por extender el Reino de Dios...” (PC 5); “…Alimentados así en la mesa de la Ley divina y del sagrado Altar, amen fraternalmente a los miembros de Cristo, reverencien y amen con espíritu filial a sus pastores y vivan y sientan más y más con la Iglesia y conságrense totalmente a su misión…” (PC 6); “…toda la vida religiosa de sus miembros ha de estar imbuida de espíritu apostólico, y toda su actividad apostólica ha de estar, a su vez, informada de espíritu religioso…” (PC 8).
[30] Cf. CEC 929.
[31] CEC 2684.
[32] Aparecida 224.
[33] Cf. Aparecida 365.
[34] CCGG 1§1.
[35] PC 15.
[36] PdE, Mandato 10.
[37] Cf. PdE, Mandatos 3-5.
[38] Cf. PdE, Mandato 12.
[39] Dos son las líneas que destaca el Capítulo general: primero la creación de “…por lo menos una Casa de acogida en donde la vida de oración sea vivida como manifiesta prioridad, de tal manera que pueda ser “escuela de oración” para los Hermanos y para los laicos y como una forma de evangelización” (PdE, Mandato 9) y el invitar a los hermanos a un tiempo fuerte de formación permanente con ocasión de algunas celebraciones especiales de su consagración (cf. PdE, Mandato 11).
[40] PdE, Mandato 28.
[41] Cf. PdE, Mandato 30.
[42] Cf. PdE, Mandato 32, manifestándose la particular atención por el discernimiento, la formación y el acompañamiento de los hermanos interesados en la labor misionera y la responsabilidad de las diversas estructuras y servicios de la Orden (cf. PdE 15-18).
[43] Cf. PdE, Mandato 19.
[44] Cf. PdE, Mandatos 21-27.
[45] PdE, Mandato 19.
[46] Cf. PdE, Mandato 20.
[47] PdE, Mandato 31. En el Mandato 20 esta colaboración es animada incluso en la formación y acompañamiento de nuevos tipos de servicios pastorales.

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