Publicado en Apuntes Franciscanos N°1, Chile 2013. Provincia Franciscana de la Santísima Trinidad
Hno. Manuel
Alvarado S., ofm
“Se invita a los Institutos a reproducir con valor y
audacia, la creatividad y la santidad de sus fundadores y fundadoras como
respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy…”[1].
Con estas palabras inspiradoras del Beato Juan Pablo II deseo iniciar esta
reflexión a la luz del Año de la Fe convocado por Benedicto XVI. El Santo Padre
nos invita a releer, cincuenta años después, los documentos del Concilio
Vaticano II, como “…
una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los
Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su
valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean
conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio,
dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de
indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado
en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para
orientarnos en el camino del siglo que comienza»…”[2].
A las cinco
décadas, del inicio del Concilio, se une los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, “… promulgado por… el
beato Papa Juan Pablo II, con la intención de ilustrar a todos los fieles la
fuerza y belleza de la fe. Este documento, auténtico fruto del Concilio
Vaticano II, fue querido por el Sínodo Extraordinario de los Obispos de 1985
como instrumento al servicio de la catequesis, realizándose mediante la
colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia católica…”[3].
Finalmente, como religiosos, debemos unirnos al llamado de nuestra
Iglesia y descubrir cómo el Espíritu de Dios nos ha impulsado por caminos
nuevos, algunos tortuosos o sin mucha claridad sobre su punto de llegada, a la
luz de la reflexión de nuestra Orden y del caminar de nuestra Provincia, para
ser estimulados a ser fieles a los designios de Dios y al servicio de la
humanidad.
Estos hitos históricos deben ser leídos a la luz de un
nuevo contexto social y eclesial que nos toca vivir: ¿Cómo recibir hoy el
Concilio?, ¿cómo se hace norte sus intuiciones y propuestas? y ¿cómo ilustramos
al hombre o a la mujer de hoy la fuerza y la belleza de la fe? Como nunca el
ser humano tiene hoy más conciencia del valor de su persona y de su
individualidad, van cayendo las estructuras de muerte que separaban al hombre
de la mujer, al pobre del rico, existe una búsqueda de igualdad, trasparencia
de las relaciones, y un rechazo, que se hace natural, a toda forma de
discriminación y de explotación, integrándose, lamentablemente, más lento de lo
requerido o esperado, a la Tierra. La sociedad no está exenta de crisis,
dificultades y de variadas paradojas en su realización social; podemos hablar
de un malestar instalado entre nosotros producto de la centralidad de lo
económico, de la desigualdad social y de la desintegración de las relaciones
sociales[4].
En lo eclesial, debemos constatar dos fenómenos
importantes que tomar en cuenta: primero, la Iglesia ha ido perdiendo la
confianza de la ciudadanía en las encuestas, ello tanto por las situaciones de
pecados que se van haciendo públicos por parte de sus ministros, como por una
exigencia de coherencia, que de pronto raya en lo inhumano. La pérdida de
confianza ha ido de la mano de la pérdida de influencia y poder en la sociedad,
de una crisis vocacional y su consecuente envejecimiento tanto de los fieles
como de clérigos y religiosos, llegando algunas comunidades a estar
desapareciendo en la historia. La vida religiosa ha sufrido los mismos embates
que el resto de la Iglesia, pero debe sumarse una pérdida de relevancia al
interior de la misma comunidad eclesial.
La Orden ha debido asumir el desafío de ser vida
religiosa en este contexto. El último Capítulo General ha expresado: “El Definitorio
general, a través del SGFE y el SGME, profundice el tema de la identidad
franciscana y de la participación en la misión evangelizadora de los Hermanos
sacerdotes y laicos. Si lo considera oportuno, en colaboración con las diversas
Conferencias, organice encuentros a nivel continental sobre estos temas”[5],
definiendo que la respuesta a las actuales crisis, para nosotros hermanos
menores, pasa por tomar conciencia de nuestra identidad en el mundo y en la
Iglesia, que se expresa en ser hermanos en misión[6].
Para aportar en la búsqueda de identidad de hermano
menor y para profundizar en el Año de la fe, propongo tres fidelidades en las
que debemos crecer.
1. Fidelidad a la tradición
La tradición tiene para la Iglesia un norte y un
límite: el seguimiento de Cristo, el encuentro con Él. “...No
se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el
encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a
la vida y, con ello, una orientación decisiva…”[7],
y para nosotros ese seguimiento y encuentro tiene una
meta, “…la prosecución
de la caridad perfecta por la práctica de los consejos evangélicos…”[8],
es decir, queremos responder al ser encontrados con un seguimiento más radical
que el del común de los fieles, pero no como un acto exclusivo o excluyente del
resto del cuerpo eclesial, sino como vocación en y para la Iglesia; nos
recuerda el Catecismo: “…La perfección de la caridad a la cual son llamados
todos los fieles implica, para quienes asumen libremente el llamamiento a la
vida consagrada, la obligación de practicar la castidad en el celibato por el
Reino, la pobreza y la obediencia…”[9]
Tres son los conceptos centrales de esta primera fidelidad: libertad,
consagración y consejos evangélicos o votos, con miras a realizar y testimoniar
el amor de Dios en la vida personal, fraterna, eclesial y social.
Todo parte del
llamado de Dios al hombre o la mujer a ser sus discípulos, en variopintas
vocaciones[10],
a la que este debe responder libremente, no según el parecer particular, sino
según el carisma recibido en la comunidad[11];
por tanto, responder no es simplemente un acto de voluntad sino una entrega
generosa a un proyecto en camino, se debe renunciar a la tentación de querer
hacer todo de nuevo.
Optar libremente
por consagrarse, en una determinada espiritualidad, implica buscar y amar a
Dios que nos amó primero[12]
desde una intimidad, querida por Dios desde el bautismo, y que impulsa, en el
Espíritu Santo, a una dedicación total a Dios[13].
De allí que la consagración religiosa tenga una exigencia “externa”, ser
escuela de oración[14]
desde donde brote el servicio eclesial y social, “… los miembros de cualquier
Instituto, buscando sólo, y sobre todo, a Dios, deben unir la contemplación,
por la que se unen a Él con la mente y con el corazón, al amor apostólico, con
el que se han de esforzar por asociarse a la obra de la Redención y por
extender el Reino de Dios…”[15].
Debemos
detenernos especialmente en los consejos evangélicos o votos. Como hemos dicho
anteriormente, no podemos menospreciar ninguna otra vocación como camino válido
para vivir y testimoniar el amor de Dios, pero debemos detenernos en aquello
que nos es propio. Un religioso, laico o clérigo, no puede definirse por la
posesión o no de un ministerio, o de una tarea eclesial particular o un cierto
nivel de formación académica; lo que nos hace de “especial consagración” es la
profesión de los votos y el abrazo de ellos como camino de santidad y servicio;
así ha sido desde los inicios de la vida consagrada. Sin embargo, debemos
reconocer que el sin propio, la obediencia y la castidad no son un tema
recurrente en nuestra formación permanente; muchas veces son como “piezas de
museo” de la espiritualidad que hemos abrazado, algo del pasado o arcaico,
estamos más centrados en lo que hacemos que en lo que somos, es una queja
recurrente de los Ministros, Guardianes y hermanos en general. La búsqueda de
nuestra propia identidad de hermanos menores no puede pasar por alto, entonces,
uno de los elementos centrales para su reconstrucción o reencantamiento.
La profesión de
votos confirma lo que somos, hombres libres y consagrados que hemos recibido el
Espíritu de Francisco de Asís[16],
quien en su Forma de vida nos legó estas palabras: “La regla y vida de estos
hermanos es ésta, a saber, vivir en obediencia, en castidad y sin propio”, y
que el Papa Juan Pablo II pone de modelo para toda la vida consagrada[17].
Y a este mismo Beato debemos pedirle nos recuerde el sentido profundo del
núcleo de nuestra identidad de religiosos:
“La castidad de
los célibes y de las vírgenes, en cuanto manifestación de la entrega a Dios con
corazón indiviso (cf. 1 Co 7, 32-34), es el reflejo del amor
infinito que une a las tres Personas divinas en la profundidad misteriosa
de la vida trinitaria; amor testimoniado por el Verbo encarnado hasta la
entrega de su vida; amor «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo»
(Rm 5, 5), que anima a una respuesta de amor total hacia Dios y hacia
los hermanos.
La pobreza manifiesta
que Dios es la única riqueza verdadera del hombre. Vivida según el ejemplo de
Cristo que « siendo rico, se hizo pobre » (2 Co 8, 9), es expresión de
la entrega total de sí que las tres Personas divinas se hacen
recíprocamente. Es don que brota en la creación y se manifiesta plenamente en
la Encarnación del Verbo y en su muerte redentora.
La obediencia,
practicada a imitación de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre
(cf. Jn 4, 34), manifiesta la belleza liberadora de una dependencia
filial y no servil, rica de sentido de responsabilidad y animada por la
confianza recíproca, que es reflejo en la historia de la amorosa
correspondencia propia de las tres Personas divinas”[18].
A la luz de
estas palabras[19],
es bueno preguntarnos:
Como hombres consagrados libremente y herederos de una tradición
espiritual, ¿cuán significativos son la vivencia de los votos o consejos
evangélicos en el proyecto de vida personal, fraterno, pastoral o
evangelizador?
2. Fidelidad a la Iglesia
¿Cuál es el sentido y el valor que le damos a la
archirrepetida frase; “vivir a los pies de la santa madre Iglesia? La Iglesia
es, según el Concilio Vaticano II, “…signo e instrumento de la unión íntima
con Dios y de la unidad de todo el género humano…”[20].
Por ser instrumento de la unión íntima con Dios, ella está llamada a discernir
sobre la sinceridad y proyecciones de nuevas formas de vida religiosa[21]
e incluso si es necesario su instalación en una determinada diócesis[22];
a recibir y confirmar gozosamente el don del carisma en su interior[23];
y a ser responsable de su crecimiento, compartiendo con ellas las fuentes de
fe, esperanza y caridad, que guarda, invitándolas a que “…han de cultivar con
interés constante el espíritu de oración y la oración misma.
En primer lugar,
manejen cotidianamente la Sagrada Escritura para adquirir en la lectura y meditación
de los sagrados Libros “el sublime conocimiento de Cristo Jesús”. Fieles a la
mente de la Iglesia, celebren la sagrada Liturgia y, principalmente, el
sacrosanto Misterio de la Eucaristía no sólo con los labios, sino también con
el corazón, y sacien su vida espiritual en esta fuente inagotable. Alimentados
así en la mesa de la Ley divina y del sagrado Altar, amen fraternalmente a los
miembros de Cristo, reverencien y amen con espíritu filial a sus pastores y
vivan y sientan más y más con la Iglesia y conságrense totalmente a su misión…”[24],
pues sólo así se podrán reencantar de la originalidad de su forma de vida,
nacida en el Evangelio encarnado por sus fundadores en y para la edificación
del Cuerpo místico de Cristo y el ser humano con sus gozos, esperanzas y
sufrimientos en la actualidad[25].
Lo dicho hasta aquí, se realiza en la donación del hermano a la Iglesia, que
como hemos dicho “le exige ser maestro y escuela” de intimidad con Dios.
Hay una segunda
dimensión de la realidad eclesial que no puede ser olvidada, ella es signo e
instrumento de la unidad del género humano, de allí nace que ser Iglesia es ser
comprometido con la causa del ser humano, nada de lo humano nos puede ser
extraño o ajeno, y que unido a ser escuela de contemplación e intimidad con
Dios, los creyentes deben ser escuela de humanidad. Y lo que se hace una tarea
para todos, lo es especialmente para quienes por la profesión de los consejos
han optado por profundizar el bautismo, configurándose más plenamente a Cristo,
y la confirmación, abriéndose al Espíritu Santo en nuevas posibilidades y
frutos de santidad y de servicio[26].
Por eso, el Concilio invita a la vida religiosa a adaptarse al hombre actual
desde la renovación de su propia espiritualidad[27],
teniendo en cuenta “…las necesidades del apostolado, las exigencias de la
cultura y las circunstancias sociales y económicas...”[28],
con una insistencia permanente a no caer en la tentación de separar la oración
del apostolado, pues, ambas tienen la misma fuente[29]. Solo así una espiritualidad puede ser fiel a
la Iglesia y aportar lo que se espera de ella[30].
“…Las diversas espiritualidades cristianas participan en la tradición viva de
la oración y son guías indispensables para los fieles…”[31],
esta expresión es aterrizada en el documento de Aparecida, al decir: “Los
pueblos latinoamericanos y caribeños esperan mucho de la vida consagrada,
especialmente del testimonio y aporte de las religiosas contemplativas y de
vida apostólica que, junto a los demás hermanos religiosos, miembros de
Institutos Seculares y Sociedades de Vida Apostólica, muestran el rostro
materno de la Iglesia. Su anhelo de escucha, acogida y servicio, y su
testimonio de los valores alternativos del Reino, muestran que una nueva
sociedad latinoamericana y caribeña, fundada en Cristo, es posible”[32].
Nuestra
fidelidad a la Iglesia, por lo tanto, no va unida sencillamente a estructuras
pastorales históricas o necesarias para el servicio eclesial, sino a discernir
sí el estilo y la opción de vida van siendo guía para el pueblo de Dios, no
como quienes son expertos o tienen el poder religioso, sino como quienes
acogen, escuchan, sirven y levantan alternativas en el cansancio y agobio de la
vida. Un discernimiento urgente debe hacerse frente a nuestras estructuras,
proyecciones y opciones, y también, sincero, para descubrir que hay que dejar
ir por estar ya caduco[33].
Como hermanos menores en la Iglesia, ¿cómo está la escucha, acogida y servicio,
tanto al Espíritu de Francisco en el que nos hemos consagrado como al pueblo de
Dios al que acompañamos? ¿Qué debe morir en nosotros para que podamos estar a
la altura de lo esperado por nuestro pueblo y nuestra Iglesia?
3. Fidelidad a la Orden
Somos hermanos en la Iglesia, y no de cualquier modo
sino como “…una
fraternidad en la cual los hermanos, siguiendo más de cerca de Jesucristo bajo
la acción del Espíritu Santo, se dedican totalmente, por la profesión, a Dios
sumamente amado, viviendo en la Iglesia el Evangelio según la forma observada y
propuesta por San Francisco”[34],
y aunque constituirnos en comunidad de hermanos no es una propiedad o una
particularidad sólo nuestra, pues la vida religiosa, en general, se funda desde
el modelo de “…la primitiva Iglesia, en la cual la multitud de los creyentes
eran un corazón y un alma, ha de mantenerse la vida común en la oración y en la
comunión del mismo espíritu, nutrida por la doctrina evangélica, por la sagrada
Liturgia y principalmente por la Eucaristía. Los religiosos, como miembros de
Cristo, han de prevenirse en el trato fraterno con muestras de mutuo respeto,
llevando el uno las cargas del otro, ya que la comunidad, como verdadera
familia, reunida en nombre de Dios, goza de su divina presencia por la caridad
que el Espíritu Santo difundió en los corazones…”[35],
debemos seguir la misma reflexión hecha sobre el bautismo: A los hijos de san
Francisco se les pide ser escuela de fraternidad en medio del pueblo de Dios.
Para llegar a
esta meta, debemos reconocer que debemos hacer un largo camino de conversión en
nuestra vida y estructuras, que debe pasar por las preguntas: “¿Dónde nos
encontramos? ¿Hacia dónde queremos ir? ¿Hacia dónde nos impulsa el Espíritu,
teniendo en cuenta nuestra realidad (debilidades y posibilidades), las
invitaciones de la Iglesia, los últimos documentos de la Orden y los signos de
los tiempos?”[36],
manifestadas por nuestro último Capítulo general del 2009. Solo la meditación
sincera de nuestra realidad y contexto nos puede hacer fieles a la herencia
recibida en la tradición y vivida en medio de la Iglesia y el mundo, y nos
permitirá convertirnos a una verdadera animación fraterna, a ello ayudarán los
encuentros en las diversas estructuras y servicios[37];
a una conversión a la Palabra[38]
y a una vida de profundización en la oración[39].
Las voces del
Espíritu nos impulsan a renovarnos interiormente y especialmente en nuestros
servicios, es verdad que una conversión interior no es suficiente sino va
acompañada de una conversión a la fraternidad, y ambas quedarían cortas sí no
van acompañadas de una conversión en nuestra evangelización y servicio, de allí
que deben ser destacados los Mandatos de nuestro último Capítulo general sobre
nuestro ser hermanos en misión. Nuestra prioridad por la Evangelización debe
estar marcada por un “…diálogo ecuménico, interreligioso e intercultural…”[40],
ir al otro en respeto por su identidad, y en colaboración fraterna entre
entidades[41],
servicios de la Orden[42]
y la Familia Franciscana[43],
es un trabajo de los hermanos para la Iglesia, debe renunciarse a los
caudillismos y caciquismo pastorales. Para esta colaboración están las
propuestas impulsadas y renovadas por los capitulares[44],
que no hablan sólo de una preocupación por la misión sino también de una
ocupación de esta tarea prioritaria. Se reconoce el valor y la diversidad de
las formas evangelizadoras en nuestra Orden, “…servicio parroquial, santuarios
e iglesias conventuales, predicaciones y misiones populares y otras formas de
pastoral tradicional (hospitales, cárceles, inmigrantes, escuelas y
universidades)…”[45],
sin excluir la animación de nuevas formas[46],
y quizás uno de los aspectos más importantes, la colaboración horizontal de los
fieles en las mismas: “Los Hermanos, donde quiera que vivan, fortalezcan la colaboración
y el diálogo con los laicos, en vistas a una compartida evangelización del
mundo, preparando con ellos programas de formación y animación, inspirados en
los documentos de la Iglesia y de la Orden”[47].
Al hablar de fidelidad y
pertenencia a la Orden, ¿tenemos conciencia de la responsabilidad de conocer
tanto el documento de nuestro último Capítulo general como las exigencias que surgen
para mi vida fraterna, eclesial y social? ¿A qué estoy dispuesto a renunciar o
abrazar en este año de la fe para profundizar en mi consagración como hermano
menor?
Bibliografía
·
Documentos del Concilio Vaticano II:
o
Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium (LG), noviembre de 1964.
o
Decreto Perfectae caritatis (PC), octubre de 1965.
o
Decreto Optatam totius
(OT), octubre de 1965.
·
Magisterio pontificio:
o
Catecismo de la Iglesia Católica (CEC),
octubre de 1992.
o
Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Vita
Consecrata (VC), marzo de 1996.
o
Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est (DCE),
diciembre de 2005.
o Benedicto XVI, Carta Apostólica en forma de
“motu proprio” Porta Fidei (PF),
octubre de 2011.
·
Magisterio
latinoamericano:
o Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano, Documento de Aparecida, (Aparecida) mayo de 2007
o
Comité permanente de la
Conferencia Episcopal de Chile, Humanizar y compartir con equidad el
desarrollo de Chile, septiembre de
2012.
·
Documentos de la Orden:
o
Capítulo General 2009, Portadores del don del Evangelio (PdE), Pentecostés de 2009.
[1] VC 37.
[2] PF 5.
[3] PF 4.
[4] Cf. Comité permanente de la Conferencia Episcopal de
Chile, Humanizar y compartir con equidad el desarrollo de
Chile,
especialmente su capítulo III. Cambios de nuestro tiempo: hechos que nos
interpelan.
[5] PdE, Mandato 2.
[6] En esta línea, el Ministro
General ha dedicado la Carta a la Orden por la solemnidad de San Francisco de
los años 2010 y 2011, a la reflexión sobre la identidad del hermano menor
presbítero y del hermano menor laico, respectivamente.
[7] DCE 1.
[10] El CEC recuerda la profunda comunión que
existe entre toda vocación suscitada en la Iglesia, y además, insiste en que no
hay unas más importantes que otras, en particular parece importante destacar la
comunión entre matrimonio y virginidad consagrada y su aporte a la construcción
del proyecto de Dios: “Estas
dos realidades, el sacramento del Matrimonio y la virginidad por el Reino de
Dios, vienen del Señor mismo. Es él quien les da sentido y les concede la
gracia indispensable para vivirlos conforme a su voluntad (cf. Mt 19,3-12). La estima de la virginidad
por el Reino (cf. LG 42; PC 12; OT 10) y el sentido cristiano del Matrimonio son inseparables y se
apoyan mutuamente: Denigrar el matrimonio es reducir a la vez la gloria de la
virginidad; elogiarlo es realzar a la vez la admiración que corresponde a la
virginidad... (S. Juan Crisóstomo, virg. 10,1; cf. FC, 16)” (CEC 1620).
[11] “Desde los comienzos de la
Iglesia hubo hombres y mujeres que intentaron, con la práctica de los consejos
evangélicos, seguir con mayor libertad a Cristo e imitarlo con mayor precisión.
Cada uno a su manera, vivió entregado a Dios. Muchos, por inspiración del
Espíritu Santo, vivieron en la soledad o fundaron familias religiosas, que la
Iglesia reconoció y aprobó gustosa con su autoridad” (PC 1 y CEC 918).
[12] Cf. PC 6.
[14] “… en las regiones en que
existen monasterios, una vocación de estas comunidades es favorecer la
participación de los fieles en la Oración de las Horas y permitir la soledad
necesaria para una oración personal más intensa…” (CEC 2691). Aún cuando el acento en el Catecismo esta puesto en la
particularidad de la vocación monástica, ninguna comunidad o fraternidad de
religiosos puede sentirse excluido de esta tarea.
[15] PC 5.
[16] Cf. CEC 2684.
[17] Cf. VC 18.
[19]
Para una mayor profundización sobre el sentido de los consejos evangélicos, cf.
PC 12-14 y CCGG 7-9.
[21] “En la fundación de nuevos
Institutos ha de ponderarse maduramente la necesidad, o por lo menos la grande
utilidad, así como la posibilidad de desarrollo, a fin de que no surjan
imprudentemente Institutos inútiles o no dotados del suficiente vigor. De modo
especial promuévanse y cultívense en las Iglesias nuevas las formas de vida
religiosa que se adapten a la índole y a las costumbres de los habitantes y a
los usos y condiciones de los respectivos países” (PC 19).
[22]
Cf. Aparecida 222.
[23]
Cf. PC 1.
[24] PC 6.
[25]
Cf. PC 2.
[26]
Cf. VC 30.
[27]
Cf. PC 2.
[28] PC 3.
[29] “…cuanto más fervientemente se
unan a Cristo por medio de esta donación de sí mismos, que abarca la vida
entera, más exuberante resultará la vida de la Iglesia y más intensamente
fecundo su apostolado…” (PC 1); “…los miembros de cualquier Instituto, buscando
sólo, y sobre todo, a Dios, deben unir la contemplación, por la que se unen a Él
con la mente y con el corazón, al amor apostólico, con el que se han de
esforzar por asociarse a la obra de la Redención y por extender el Reino de
Dios...” (PC 5); “…Alimentados así en
la mesa de la Ley divina y del sagrado Altar, amen fraternalmente a los
miembros de Cristo, reverencien y amen con espíritu filial a sus pastores y
vivan y sientan más y más con la Iglesia y conságrense totalmente a su misión…”
(PC 6); “…toda la vida religiosa de
sus miembros ha de estar imbuida de espíritu apostólico, y toda su actividad
apostólica ha de estar, a su vez, informada de espíritu religioso…” (PC 8).
[30]
Cf. CEC 929.
[31] CEC 2684.
[32] Aparecida 224.
[33]
Cf. Aparecida 365.
[34] CCGG 1§1.
[35] PC 15.
[36] PdE, Mandato 10.
[37] Cf.
PdE, Mandatos 3-5.
[38] Cf.
PdE, Mandato 12.
[39] Dos son las líneas que destaca
el Capítulo general: primero la creación de “…por lo menos una Casa de acogida
en donde la vida de oración sea vivida como manifiesta prioridad, de tal manera
que pueda ser “escuela de oración” para los Hermanos y para los laicos y como
una forma de evangelización” (PdE,
Mandato 9) y el invitar a los hermanos a un tiempo fuerte de formación
permanente con ocasión de algunas celebraciones especiales de su consagración
(cf. PdE, Mandato 11).
[40] PdE,
Mandato 28.
[41] Cf.
PdE, Mandato 30.
[42] Cf. PdE, Mandato 32, manifestándose la particular atención por el
discernimiento, la formación y el acompañamiento de los hermanos interesados en
la labor misionera y la responsabilidad de las diversas estructuras y servicios
de la Orden (cf. PdE 15-18).
[43] Cf.
PdE, Mandato 19.
[44] Cf.
PdE, Mandatos 21-27.
[45] PdE,
Mandato 19.
[46] Cf.
PdE, Mandato 20.
[47] PdE,
Mandato 31. En
el Mandato 20 esta colaboración es animada incluso en la formación y
acompañamiento de nuevos tipos de servicios pastorales.
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