Hno. Manuel Alvarado, ofm
En el II Congreso de JPIC de nuestra Orden hemos dicho: “Se nos pide incluso una opción de tipo político, en el sentido de ponernos totalmente al lado de los excluidos y así acompañarlos en su camino de liberación. No basta ocuparse de ellos, ayudarlos y sostenerlos, como lo ha hecho de manera espléndida la Orden durante siglos” (Mensaje final del II Congreso de JPIC, 2006). Para muchos el uso del término “político” puede generar cierta incomodidad o, lo que es peor, indiferencia, sin embargo, ha habido una insistencia permanente en el valor de la acción política como modo de presencia de los cristianos en el Magisterio de los últimos años. En la primera Encíclica del Papa Benedicto XVI, Deus Caritas Est, la unión entre fe y política se aclara y desafía a nuestras estructuras pastorales y de evangelización. El Papa plantea la verdadera orientación de la política “... La política es más que una simple técnica para determinar los ordenamientos públicos: su origen y su meta están precisamente en la justicia, y ésta es de naturaleza ética. Así, pues, el Estado se encuentra inevitablemente de hecho ante la cuestión de cómo realizar la justicia aquí y ahora. Pero esta pregunta presupone otra más radical: ¿qué es la justicia? Éste es un problema que concierne a la razón práctica; pero para llevar a cabo rectamente su función, la razón ha de purificarse constantemente, porque su ceguera ética, que deriva de la preponderancia del interés y del poder que la deslumbran, es un peligro que nunca se puede descartar totalmente...” (Deus Caritas Est 28 a), las concretizaciones de esa “ceguera” son las diversas formas de corrupción y su posterior descalificación de toda la acción política. “La corrupción, frecuentemente presente entre las causas de la agobiante deuda externa, es un problema grave que debe ser considerado atentamente. La corrupción “sin guardar límites, afecta a las personas, a las estructuras públicas y privadas de poder y a las clases dirigentes”. Se trata de una situación que “favorece la impunidad y el enriquecimiento ilícito, la falta de confianza con respecto a las instituciones políticas, sobre todo en la administración de la justicia y en la inversión pública, no siempre clara, igual y eficaz para todos”...” (Juan Pablo II, 1999. Eclessia in America 23). La fuerza de la fe frente a la política radica en que invita a la razón a ir más allá de sí misma, a salir de su mirada parcial sobre los intereses propios o de clase o partidistas, pues nace de un encuentro personal, gratuito e incondicional con un Gran Otro – que es Amor-, pero no porque la fe, o los hombres y mujeres que la poseen, tenga alguna verdad oculta o desconocida por el ser humano, sino porque es capaz de insertarse en la lucha por la justicia por medio “...de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas espirituales...” (Deus Caritas Est 28 a) presentes en los procesos sociales que buscan y promueven el bien común de la humanidad. La unión entre fe y política de ningún modo significa no reconocer la justa autonomía de las realidades sociales frente a la Iglesia, “... La sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia, sino de la política...” (Ídem), y la comunidad creyente se debe insertar en ella “...esforzándose por abrir la inteligencia y la voluntad a las exigencias del bien...” (Idem). Por ende, la comunión entre fe-política, Iglesia-Sociedad, se aleja de un concepto de autonomía equivocada, en la cual ella “... quiere decir que la realidad creada no depende de Dios y que el hombre puede disponer de todo sin relacionarlo con el Creador...” (Concilio Vaticano II, 1965. Gaudium et spes 36), por lo tanto, ninguna sociedad puede prescindir de la voz de la Iglesia y sus valores para la construcción temporal de una sociedad más humana, como ninguna comunidad cristiana puede prescindir de pensar los procesos políticos-económicos-ecológicos de las sociedades en las que están insertas, nada menos humano y cristiano que los “secularismos” y los “espiritualismos”, finalmente ambos se encuentran en la destrucción del rostro verdadero de Dios, de la Sociedad y del Cosmos.
Lo que une fe y política, finalmente, es el amor, entendido como “Eros-Ágape”, o sea, experiencia que abre integralmente al hombre, cuerpo y espíritu, al otro y al Gran otro, inclinándolo a la entrega, a la donación, incluso renunciando así mismo por el bien y la felicidad del otro. Entrega que no significa negarse a la reciprocidad, todo lo contrario la espera, pues nadie que ama esta pleno sí el amado no responde de modo semejante (Cf. Deus Caritas Est 7). Esta unión pone en crisis dimensiones esenciales de la fe cristiana. Pone en crisis su Comunión, que “...se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia). Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra...” (Deus Caritas est 25 a), ello lo une al actuar de la Trinidad, de la cual es testigo y testimonio (Cf Deus Caritas Est 19). Su Catolicidad, la comunidad creyente no es una secta que admita una doble destinación del ser humano, esto iría en contra de la gratuidad de la vocación propia que conlleva el don de la fe, pero al mismo tiempo no es un amor que se diluya en una obligación abstracta o espiritualista, que al invitar a amar a todos no lleva a los rostros concretos en el aquí y en el ahora de mi propia historia. Los hombres y mujeres de fe son “...la familia de Dios en el mundo. En esta familia no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario. Pero, al mismo tiempo, la caritas-agapé supera los confines de la Iglesia;...” (Deus Caritas Est 25 b), con una meta ambiciosa “... pretende que no haya en absoluto marginados...” (Juan Pablo II, 1999. Eclessia in America 58), sin dejar de revisar su propio ejercicio del amor en su interior, “... también se da la exigencia específicamente eclesial de que, precisamente en la Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en necesidad...” (Deus Caritas Est 25 b), o sea, somos invitados por el amor a pensar globalmente actuando localmente y a predicar con el ejemplo. Su misión, ella “...es una expresión de un amor que busca el bien integral del ser humano: busca su evangelización mediante la Palabra y los Sacramentos, empresa tantas veces heroica en su realización histórica; y busca su promoción en los diversos ámbitos de la actividad humana. Por tanto, el amor es el servicio que presta la Iglesia para atender constantemente los sufrimientos y las necesidades, incluso materiales, de los hombres....” (Deus Caritas Est 19), necesidades que siempre existirán y exigirán la operatividad de la caridad. “...No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo...” (Deus Caritas Est 28 b). Frente a las cuales estamos llamados a responder con las particularidades de nuestro modo de amar al prójimo, que no es sólo “un número” o “un objeto” o “un cliente”, “...se trata de seres humanos, y los seres humanos necesitan siempre algo más que una atención sólo técnicamente correcta. Necesitan humanidad. Necesitan atención cordial...” (Deus Caritas Est 31 a), por lo tanto, es absolutamente irrenunciable el don de uno mismo en el servicio a lo demás, “... no solamente debo darle algo mío, sino a mí mismo; he de ser parte del don como persona...” (Deus Caritas Est 34). De la íntima comunión entre fe y política hemos llegado al corazón mismo de la credibilidad de nuestra fe, sólo sirviendo al prójimo servimos a Dios (Cf. Deus Caritas Est 16-17), porque sólo amando a los otros, respondemos al amor derramado sobre nosotros por el Gran Otro (Cf. Deus Caritas Est 1).
A la luz de estas reflexiones sería bueno preguntarnos:
Lo que une fe y política, finalmente, es el amor, entendido como “Eros-Ágape”, o sea, experiencia que abre integralmente al hombre, cuerpo y espíritu, al otro y al Gran otro, inclinándolo a la entrega, a la donación, incluso renunciando así mismo por el bien y la felicidad del otro. Entrega que no significa negarse a la reciprocidad, todo lo contrario la espera, pues nadie que ama esta pleno sí el amado no responde de modo semejante (Cf. Deus Caritas Est 7). Esta unión pone en crisis dimensiones esenciales de la fe cristiana. Pone en crisis su Comunión, que “...se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia). Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra...” (Deus Caritas est 25 a), ello lo une al actuar de la Trinidad, de la cual es testigo y testimonio (Cf Deus Caritas Est 19). Su Catolicidad, la comunidad creyente no es una secta que admita una doble destinación del ser humano, esto iría en contra de la gratuidad de la vocación propia que conlleva el don de la fe, pero al mismo tiempo no es un amor que se diluya en una obligación abstracta o espiritualista, que al invitar a amar a todos no lleva a los rostros concretos en el aquí y en el ahora de mi propia historia. Los hombres y mujeres de fe son “...la familia de Dios en el mundo. En esta familia no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario. Pero, al mismo tiempo, la caritas-agapé supera los confines de la Iglesia;...” (Deus Caritas Est 25 b), con una meta ambiciosa “... pretende que no haya en absoluto marginados...” (Juan Pablo II, 1999. Eclessia in America 58), sin dejar de revisar su propio ejercicio del amor en su interior, “... también se da la exigencia específicamente eclesial de que, precisamente en la Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en necesidad...” (Deus Caritas Est 25 b), o sea, somos invitados por el amor a pensar globalmente actuando localmente y a predicar con el ejemplo. Su misión, ella “...es una expresión de un amor que busca el bien integral del ser humano: busca su evangelización mediante la Palabra y los Sacramentos, empresa tantas veces heroica en su realización histórica; y busca su promoción en los diversos ámbitos de la actividad humana. Por tanto, el amor es el servicio que presta la Iglesia para atender constantemente los sufrimientos y las necesidades, incluso materiales, de los hombres....” (Deus Caritas Est 19), necesidades que siempre existirán y exigirán la operatividad de la caridad. “...No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo...” (Deus Caritas Est 28 b). Frente a las cuales estamos llamados a responder con las particularidades de nuestro modo de amar al prójimo, que no es sólo “un número” o “un objeto” o “un cliente”, “...se trata de seres humanos, y los seres humanos necesitan siempre algo más que una atención sólo técnicamente correcta. Necesitan humanidad. Necesitan atención cordial...” (Deus Caritas Est 31 a), por lo tanto, es absolutamente irrenunciable el don de uno mismo en el servicio a lo demás, “... no solamente debo darle algo mío, sino a mí mismo; he de ser parte del don como persona...” (Deus Caritas Est 34). De la íntima comunión entre fe y política hemos llegado al corazón mismo de la credibilidad de nuestra fe, sólo sirviendo al prójimo servimos a Dios (Cf. Deus Caritas Est 16-17), porque sólo amando a los otros, respondemos al amor derramado sobre nosotros por el Gran Otro (Cf. Deus Caritas Est 1).
A la luz de estas reflexiones sería bueno preguntarnos:
- ¿Cómo esta el ejercicio del amor entre nosotros? ¿Vivimos un amor en apertura al otro y que espera su respuesta de reciprocidad, o estamos cerrados en un amor-Eros que se agota en mí mismo, en mis necesidades, en mis proyectos, o estamos encerrados en un amor-Ágape que es puro sacrificio y abnegación, negando mis necesidades afectivas, sociales y psicológicas? Recordemos que, sólo un amor Eros-Ágape es humano, cristiano y franciscano.
- ¿Es nuestra vida fraterna, la porciúncula – la pequeña Iglesia-, un lugar para vivir el amor de comunión, de catolicidad, de misión como testigos del Amor Trinitario? ¿Cuáles son los aportes y dificultades que encontramos en ella para realizar el ejercicio del Amor?
- ¿Tenemos conciencia de unir fe y política en nuestra formación permanente y en la de los laicos de nuestras comunidades? O ¿Somos de quienes creemos que no existe o somos indiferentes ante la relación entre responsabilidad cívica y operatividad del amor al prójimo y a Dios, haciendo de lo social y económico una esfera de la vida del ser humano sin vínculos con la religiosidad?
(Publicado en el boletín provincial de junio 2006)
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