1 de junio de 2014

El Señorío y Salvación de Jesús

Seminario de Vida en el Espíritu Santo 2014 Servicio RCC ZONA CENTRO 
Hno. Manuel Alvarado S.

“Que cada uno busque no solamente su propio interés, sino también el de los demás. Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús. El, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: "Jesucristo es el Señor"” (Flp 2:4-11)

            Al proclamar a Jesús Señor y Salvador nos adentramos en el misterio de Dios. El Catecismo nos recuerda que el primero de estos títulos en el Antiguo Testamento está reservado a la divinidad (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, desde aquí CEC, 446) y en el Nuevo Testamento: “Con mucha frecuencia, en los evangelios, hay personas que se dirigen a Jesús llamándole "Señor". Este título expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de Él socorro y curación (cf. Mt 8, 2; 14, 30; 15, 22, etc.). Bajo la moción del Espíritu Santo, expresa el reconocimiento del misterio divino de Jesús (cf. Lc 1, 43; 2, 11). En el encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: "Señor mío y Dios mío" (Jn 20, 28). Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición cristiana: "¡Es el Señor!" (Jn 21, 7)” (CEC 448) La Salvación que ofrece Jesús, desde su encarnación a su resurrección, está implícita en su mismo nombre. “Jesús quiere decir en hebreo: "Dios salva". En el momento de la anunciación, el ángel Gabriel le dio como nombre propio el nombre de Jesús que expresa a la vez su identidad y su misión (cf.Lc 1, 31). Ya que "¿quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?"(Mc 2, 7), es Él quien, en Jesús, su Hijo eterno hecho hombre "salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1, 21). En Jesús, Dios recapitula así toda la historia de la salvación en favor de los hombres” (CEC 430) Esto la comunidad creyente lo ha recibido de la primera Iglesia como un tesoro y ya lo cantaba y alababa a Dios en himnos como el recogido por Pablo y puesto en la Carta a los Filipenses.
            Lo que 1Jn nos decía, que el Amor de Dios se expresa en la elección y en el rescate, en el himno filipense, en la persona de Jesús se hace carne, no por un capricho sino porque Él es amor, amor amante, que busca encontrar la creatura que puede contenerlo, ser amada, para hacerse semejante a ella, querer y rechazar lo mismo, tener un pensar y un desear común (cf. Benedicto XVI, Deus Caritas est, desde aquí DCe, 17). De allí la elección por la condición humana, Él que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente, sino que asumió la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres, la vivió sin ventajas hasta la muerte en la Cruz. El rescate es consecuencia de esta misma identidad de Dios, ha sido pensada desde el primer instante de la Creación, al darle la capacidad de contenerle, este Dios amante sabe que amar es ocuparse y preocuparse del otro (cf. DCe 6), saliendo de sí mismo hasta la humillación en favor de los amados, la muerte de Cruz. El que ama se obliga a ponerse al servicio del amado, darle un Nombre que rescata, Jesús lo manifiesta en sus parábolas y en su sacrificio, “…el propio Dios va tras la « oveja perdida », la humanidad doliente y extraviada. Cuando Jesús habla en sus parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada, de la mujer que busca el dracma, del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza, no se trata sólo de meras palabras, sino que es la explicación de su propio ser y actuar. En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical…” (DCe 12)
Señorío y Salvación no son para nosotros ni una doctrina o una ética sino un encuentro con una persona (cf. DCe 1) a quien vale la pena seguir humanamente y como ya hemos afirmado previamente, esto es como seres vivos en interacción continua con el medio natural y social, y con la particularidad de amar y cooperar en la compañía de otros. “Ser social involucra siempre ir con otros, y se va libremente sólo con el que se ama” (Humberto Maturana, 2009: 16), y por ello, ya que Dios quiere hacerse uno con nosotros en y por su amor, debe relacionarse del mismo modo, un Señor y un Salvador que manifiesta a modo humano que Él es el ojal para el botón que somos, de allí que seamos convocados a ser su pueblo, como enseña el Concilio Vaticano II, “… fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente. Por ello eligió al pueblo de Israel como pueblo suyo, pactó con él una alianza y le instruyó gradualmente, revelándose a Sí mismo y los designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo, y santificándolo para Sí. Pero todo esto sucedió como preparación y figura de la alianza nueva y perfecta que había de pactarse en Cristo y de la revelación completa que había de hacerse por el mismo Verbo de Dios hecho carne. «He aquí que llegará el tiempo, dice el Señor, y haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá... Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para ellos y ellos serán mi pueblo... Todos, desde el pequeño al mayor, me conocerán, dice el Señor» (Jr 31,31-34). Ese pacto nuevo, a saber, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1 Co 11,25), lo estableció Cristo convocando un pueblo de judíos y gentiles, que se unificara no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo Pueblo de Dios…” (Lumen Gentium 9) Desde aquí, debemos entender el llamado del Papa Francisco a renovar este encuentro personal con quien es Señor y Salvador: “…Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor»…” (Francisco, Evangelii Gaudium, desde aquí EG, 3) “Sólo gracias a ese encuentro —o reencuentro— con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?” (EG 8)
. El Señorío y la Salvación de Jesucristo es también expresión de libertad humana y social. “Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia (cf. Ap 11, 15) significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo: César no es el "Señor" (cf. Mc 12, 17; Hch 5, 29). " La Iglesia cree que la clave, el centro y el fin de toda historia humana se encuentra en su Señor y Maestro" (GS 10, 2; cf. 45, 2)” (CEC 451) Confesar a Jesús como Señor y Salvador implica la renuncia a toda clase de idolatrías, que no es más que el encierro en el sí mismo. El Papa actual expresa dos grandes formas idolátricas dentro de la práctica religiosa actual, “…la fascinación del gnosticismo, una fe encerrada en el subjetivismo, donde sólo interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos. La otra es el neopelagianismo autorreferencial y prometeico de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado. Es una supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar. En los dos casos, ni Jesucristo ni los demás interesan verdaderamente…” (EG 94), pues niegan la primacía de Cristo para abrazar doctrinas alienantes, aunque disfrazadas de piedad, o presentan una fe de puertas cerradas, para unos pocos iniciados en la perfección litúrgica, moral o doctrinal. Ser libre de idolatrías para amar a Dios y al prójimo, que son un solo amor, exige confesar el Señorío y la Salvación de Jesús como modelo inspiracional, y por lo tanto dado por el Espíritu Santo, en toda su vida humana, de allí que de encontrados por Él, como amados, debamos querer su misma voluntad, ser uno con Él, no sólo espiritualmente sino vitalmente, de allí que anunciarlo sea contemplarlo en su carne. “…Si hablaba con alguien, miraba sus ojos con una profunda atención amorosa: «Jesús lo miró con cariño» (Mc 10,21). Lo vemos accesible cuando se acerca al ciego del camino (cf. Mc 10,46-52) y cuando come y bebe con los pecadores (cf. Mc 2,16), sin importarle que lo traten de comilón y borracho (cf. Mt 11,19). Lo vemos disponible cuando deja que una mujer prostituta unja sus pies (cf. Lc 7,36-50) o cuando recibe de noche a Nicodemo (cf. Jn 3,1-15). La entrega de Jesús en la cruz no es más que la culminación de ese estilo que marcó toda su existencia. Cautivados por ese modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo con los demás…”(EG 269) Y la única respuesta posible sea querer compartirlo, “… miremos a los primeros discípulos, quienes inmediatamente después de conocer la mirada de Jesús, salían a proclamarlo gozosos: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). La samaritana, apenas salió de su diálogo con Jesús, se convirtió en misionera, y muchos samaritanos creyeron en Jesús «por la palabra de la mujer» (Jn4,39). También san Pablo, a partir de su encuentro con Jesucristo, «enseguida se puso a predicar que Jesús era el Hijo de Dios» (Hch 9,20)…” (EG 120), como el bien que da sentido a la vida, al compartir y al cooperar humanamente por una Iglesia más inclusiva y una sociedad más fraterna. Confesar el Señorío y la Salvación de Jesús es descubrir que no estamos solos en las búsquedas, tenemos un pueblo y un Nombre, pleno Dios y pleno hombre, al que pertenecemos, y que esa pertenencia nos ofrece el descanso de saber que no debemos crear desde nuestra propia fragilidad lo que debemos ser, sino desde el ejemplar que se humilló y vivió como un hombre cualquiera, para darnos las pistas de cómo vivir en este amor de Dios nos elije y nos rescata, por eso no hay nada que temer.

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