Seminario
de Vida en el Espíritu Santo 2014 Servicio RCC ZONA CENTRO
Hno. Manuel Alvarado S.
“Que cada uno busque no solamente su propio interés,
sino también el de los demás. Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús.
El, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo
que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la
condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con
aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de
cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre,
para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y
en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre:
"Jesucristo es el Señor"” (Flp 2:4-11)
Al
proclamar a Jesús Señor y Salvador nos adentramos en el misterio de Dios. El
Catecismo nos recuerda que el primero de estos títulos en el Antiguo Testamento
está reservado a la divinidad (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, desde aquí
CEC, 446) y en el Nuevo Testamento: “Con mucha frecuencia, en los evangelios,
hay personas que se dirigen a Jesús llamándole "Señor". Este título
expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de Él
socorro y curación (cf. Mt 8, 2; 14, 30; 15, 22, etc.). Bajo
la moción del Espíritu Santo, expresa el reconocimiento del misterio divino de
Jesús (cf. Lc 1, 43; 2, 11). En el encuentro con Jesús
resucitado, se convierte en adoración: "Señor mío y Dios mío" (Jn 20,
28). Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propio
de la tradición cristiana: "¡Es el Señor!" (Jn 21, 7)” (CEC
448) La Salvación que ofrece Jesús, desde su encarnación a su resurrección,
está implícita en su mismo nombre. “Jesús quiere decir en hebreo:
"Dios salva". En el momento de la anunciación, el ángel Gabriel le
dio como nombre propio el nombre de Jesús que expresa a la vez su identidad y
su misión (cf.Lc 1, 31). Ya que "¿quién puede perdonar
pecados, sino sólo Dios?"(Mc 2, 7), es Él quien, en Jesús, su
Hijo eterno hecho hombre "salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1,
21). En Jesús, Dios recapitula así toda la historia de la salvación en favor de
los hombres” (CEC 430) Esto la comunidad creyente lo ha recibido de la primera
Iglesia como un tesoro y ya lo cantaba y alababa a Dios en himnos como el
recogido por Pablo y puesto en la Carta a los Filipenses.
Lo
que 1Jn nos decía, que el Amor de Dios se expresa en la elección y en el
rescate, en el himno filipense, en la persona de Jesús se hace carne, no por un
capricho sino porque Él es amor, amor amante, que busca encontrar la creatura
que puede contenerlo, ser amada, para hacerse semejante a ella, querer y
rechazar lo mismo, tener un pensar y un desear común (cf. Benedicto XVI, Deus
Caritas est, desde aquí DCe, 17). De allí la elección por la condición humana,
Él que era de condición divina, no
consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente,
sino que asumió la condición de servidor
y haciéndose semejante a los hombres, la vivió sin ventajas hasta la muerte
en la Cruz. El rescate es consecuencia de esta misma identidad de Dios, ha sido
pensada desde el primer instante de la Creación, al darle la capacidad de
contenerle, este Dios amante sabe que amar es ocuparse y preocuparse del otro
(cf. DCe 6), saliendo de sí mismo hasta la humillación en favor de los amados, la muerte de Cruz. El que ama se obliga
a ponerse al servicio del amado, darle un Nombre que rescata, Jesús lo
manifiesta en sus parábolas y en su sacrificio, “…el propio Dios va tras la «
oveja perdida », la humanidad doliente y extraviada. Cuando Jesús habla en sus
parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada, de la mujer que busca el
dracma, del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza, no se
trata sólo de meras palabras, sino que es la explicación de su propio ser y
actuar. En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al
entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma
más radical…” (DCe 12)
Señorío y
Salvación no son para nosotros ni una doctrina o una ética sino un encuentro
con una persona (cf. DCe 1) a quien vale la pena seguir humanamente y como ya
hemos afirmado previamente, esto es como seres vivos en interacción continua con
el medio natural y social, y con la particularidad de amar y cooperar en la
compañía de otros. “Ser social involucra siempre ir con otros, y se va
libremente sólo con el que se ama” (Humberto Maturana, 2009: 16), y por ello,
ya que Dios quiere hacerse uno con nosotros en y por su amor, debe relacionarse
del mismo modo, un Señor y un Salvador que manifiesta a modo humano que Él es
el ojal para el botón que somos, de allí que seamos convocados a ser su pueblo,
como enseña el Concilio Vaticano II, “… fue voluntad de Dios el santificar y
salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros,
sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera
santamente. Por ello eligió al pueblo de Israel como pueblo suyo, pactó con él
una alianza y le instruyó gradualmente, revelándose a Sí mismo y los designios
de su voluntad a través de la historia de este pueblo, y santificándolo para
Sí. Pero todo esto sucedió como preparación y figura de la alianza nueva y
perfecta que había de pactarse en Cristo y de la revelación completa que había
de hacerse por el mismo Verbo de Dios hecho carne. «He aquí que llegará el
tiempo, dice el Señor, y haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la
casa de Judá... Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones,
y seré Dios para ellos y ellos serán mi pueblo... Todos, desde el pequeño al
mayor, me conocerán, dice el Señor» (Jr 31,31-34). Ese pacto nuevo,
a saber, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1 Co 11,25), lo
estableció Cristo convocando un pueblo de judíos y gentiles, que se unificara
no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo Pueblo de Dios…”
(Lumen Gentium 9) Desde aquí, debemos entender el llamado del Papa Francisco a
renovar este encuentro personal con quien es Señor y Salvador: “…Invito a cada
cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora
mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de
dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón
para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda
excluido de la alegría reportada por el Señor»…” (Francisco, Evangelii Gaudium,
desde aquí EG, 3) “Sólo gracias a ese encuentro —o reencuentro— con el amor de
Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia
aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando
somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de
nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial
de la acción evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le
devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a
otros?” (EG 8)
. El Señorío y la
Salvación de Jesucristo es también expresión de libertad humana y social. “Desde
el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre
el mundo y sobre la historia (cf. Ap 11, 15) significa también
reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto,
a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo: César no
es el "Señor" (cf. Mc 12, 17; Hch 5,
29). " La Iglesia cree que la clave, el centro y el fin de toda historia
humana se encuentra en su Señor y Maestro" (GS 10, 2; cf. 45, 2)”
(CEC 451) Confesar a Jesús como Señor y Salvador implica la renuncia a toda
clase de idolatrías, que no es más que el encierro en el sí mismo. El Papa
actual expresa dos grandes formas idolátricas dentro de la práctica religiosa
actual, “…la fascinación del gnosticismo, una fe encerrada en el subjetivismo,
donde sólo interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y
conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el
sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus
sentimientos. La otra es el neopelagianismo autorreferencial y prometeico de
quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores
a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a
cierto estilo católico propio del pasado. Es una supuesta seguridad doctrinal o
disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en
lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en
lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar.
En los dos casos, ni Jesucristo ni los demás interesan verdaderamente…” (EG 94),
pues niegan la primacía de Cristo para abrazar doctrinas alienantes, aunque disfrazadas
de piedad, o presentan una fe de puertas cerradas, para unos pocos iniciados en
la perfección litúrgica, moral o doctrinal. Ser libre de idolatrías para amar a
Dios y al prójimo, que son un solo amor, exige confesar el Señorío y la
Salvación de Jesús como modelo inspiracional, y por lo tanto dado por el
Espíritu Santo, en toda su vida humana, de allí que de encontrados por Él, como
amados, debamos querer su misma voluntad, ser uno con Él, no sólo
espiritualmente sino vitalmente, de allí que anunciarlo sea contemplarlo en su
carne. “…Si hablaba con alguien, miraba sus ojos con una profunda atención
amorosa: «Jesús lo miró con cariño» (Mc 10,21). Lo vemos accesible
cuando se acerca al ciego del camino (cf. Mc 10,46-52) y
cuando come y bebe con los pecadores (cf. Mc 2,16), sin
importarle que lo traten de comilón y borracho (cf. Mt 11,19).
Lo vemos disponible cuando deja que una mujer prostituta unja sus pies
(cf. Lc 7,36-50) o cuando recibe de noche a Nicodemo
(cf. Jn 3,1-15). La entrega de Jesús en la cruz no es más que
la culminación de ese estilo que marcó toda su existencia. Cautivados por ese
modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la vida con
todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con
ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con
los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a
codo con los demás…”(EG 269) Y la única respuesta posible sea querer
compartirlo, “… miremos a los primeros discípulos, quienes inmediatamente
después de conocer la mirada de Jesús, salían a proclamarlo gozosos: «¡Hemos
encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). La samaritana, apenas salió de su
diálogo con Jesús, se convirtió en misionera, y muchos samaritanos creyeron en
Jesús «por la palabra de la mujer» (Jn4,39). También san Pablo, a partir
de su encuentro con Jesucristo, «enseguida se puso a predicar que Jesús era el
Hijo de Dios» (Hch 9,20)…” (EG 120), como el bien que da sentido a
la vida, al compartir y al cooperar humanamente por una Iglesia más inclusiva y
una sociedad más fraterna. Confesar el Señorío y la Salvación de Jesús es
descubrir que no estamos solos en las búsquedas, tenemos un pueblo y un Nombre,
pleno Dios y pleno hombre, al que pertenecemos, y que esa pertenencia nos
ofrece el descanso de saber que no debemos crear desde nuestra propia
fragilidad lo que debemos ser, sino desde el ejemplar que se humilló y vivió
como un hombre cualquiera, para darnos las pistas de cómo vivir en este amor de
Dios nos elije y nos rescata, por eso no hay nada que temer.
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