Seminario
de Vida en el Espíritu Santo 2014 Servicio RCC ZONA CENTRO
Hno. Manuel Alvarado S., ofm
“Sin embargo, les digo la verdad: les conviene que yo me vaya, porque si
no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes. Pero si me voy, se lo enviaré. Y
cuando él venga, probará al mundo dónde está el pecado, dónde está la justicia
y cuál es el juicio. El pecado está en no haber creído en mí. La justicia, en
que yo me voy al Padre y ustedes ya no me verán. Y el juicio, en que el
Príncipe de este mundo ya ha sido condenado. Todavía tengo muchas cosas que
decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora. Cuando venga el Espíritu
de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí
mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo. El
me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes. Todo lo
que es del Padre es mío. Por eso les digo: "Recibirá de lo mío y se lo
anunciará a ustedes"” (Jn 16,7-15)
Entremos, ahora, en el
misterio del Espíritu Santo. Elegí este texto de Juan porque inserta al
Espíritu dentro de la Trinidad, establece claramente a Jesús, el Hijo
encarnado, como aquel que se irá, y es el definitivo Señor y Salvador, peca
quien no cree en Él; al Padre como la fuente de todos los dones y bienes que
vienen del Hijo y del Espíritu: y al Paráclito como aquel que está por venir
con una misión bien definida, vendrá para ayudar a discernir, que es de Dios y
que no lo es, quienes cordialmente han confesado Jesús y quiénes no, para
entender su misión debe quedarnos claro que cualquier modo de vivir o habitar
el mundo no es indiferente. Jesús dice, además, que este Espíritu conoce a las
dos otras personas de la Trinidad, tan profundamente, que puede dar plenamente
lo que es del Padre y lo que es del Hijo, por lo tanto, en su interioridad el
Dios que se revela en Jesucristo está en eterna apertura, hay más regalos,
dones, gracias de su parte, por eso les
conviene que yo me vaya al Padre, no es un Dios ausente, ocioso o que no
puede relacionarse con el mundo. El Espíritu Santo es quien conoce la intimidad
del Amor de Dios, una amor que no es cerrado, sino primeramente es un eros, una tender eterno del Padre hacia
el Hijo, y del Hijo hacia al Padre; es una philia,
una profunda amistad sin reserva, es una relación de confianza y diálogo
eterno, que les permite conocerse hasta la unidad íntima; es un agapé, un amor hecho comunidad, sin
competencia, donde esta o actúa el Padre, también lo hace o es el Hijo y el
Espíritu Santo, sin miedo a perder la propia identidad y sobre todo con una
exclusividad no excluyente, no tiene miedo de abrirse a más a otros como riesgo
de desfigurar o perder al amado. Santo Tomás de Aquino enseña que en quien ama
lo amado se imprime en él, está presente aunque físicamente los sentidos no lo
vean o exista una distancia geográfica (Cf. Suma Teológica, parte Ia, q37) y
1Jn nos dijo que Dios es amor, y en el amor es una relación en la que
encontramos tres actores al Amante, el Amado y el Vínculo, a lo cual llamamos
igualmente amor, que no necesita la mera presencia física pues imprime en el
que amaal otro y, en este caso al amante y al amado, permite la respuesta amatoria, que es la
donación de uno a otro.
Estas especulaciones
sobre la intimidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo se vuelven inútiles
sino podemos unirlas a nosotros, las demás creaturas del universo. Hemos dicho,
que desde la reflexión de las ciencias biológicas descubrimos que lo humano se
funda en la pegajosidad biológica, a lo que llamamos la experiencia humana del
amor, que nos permite seguir y ser con otros en y para cooperar en diversos planos, y para la cual,
podríamos afirmar, venimos programados. De allí las diversas formas observables
y experimentadas de lo amoroso, el Papa Benedicto XVI, sin salir de las
experiencias humanas, afirma “… en toda esta multiplicidad de significados
destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en
el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le
abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en
comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor…”
(DCe 2) Hemos afirmado, en segundo lugar, que en la creatura humana, desde la fe,
es la única que tiene la particularidad del amor para definirse, en la
revelación sólo de ella se dice que es imagen y semejanza de su Creador, por lo
tanto, lo que es en Dios debe ser en quien puede reflejarla en medio del mundo.
Al igual que en la Trinidad el ser humano experimenta el eros, un arrebato más allá de la razón que lo lleva al otro o lo
otro, una persona, un proyecto, una ideología, como meta para una dicha más
alta más allá de si mismo; experimenta la philia,
que expresa la relación entre iguales en comunidad; experimenta el agapé, una búsqueda de descubrir al
otro, hacerse cargo del otro, descubriendo en el otro la meta de la verdadera y
perdurable felicidad, que requiere de una misma respuesta sin doblez del otro
para ser completa, es donación en comunidad (cf. DCe 3-8) Sin embargo, como la
creatura no es su Creador, no puede vivir ni la tendencia, ni la amistad, ni la
donación sin frustración, tristeza o vacío, paradójicamente quien biológica y
teológicamente está hecho para relacionarse desde la compañía de otros, no
pocas veces experimenta a ese otro como
un enemigo, un competidor, un infierno encarnado. Esta realidad, que el Papa
Francisco llama “tristeza infinita” (cf. EG 265) tiene múltiples razones: “…
Para ser humano hay que crecer humano entre humanos. Aunque esto parece obvio,
se olvida al olvidar que se es humano sólo de las maneras de ser humano de las
sociedades a que se pertenece. Si pertenecemos a sociedades que validan con la
conducta cotidiana de sus miembros el respeto a los mayores, la honestidad
consigo mismo, la seriedad en la acción y la veracidad del lenguaje, ese será
nuestro modo de ser humanos y el de nuestros hijos. Por el contrario, si
pertenecemos a una sociedad cuyos miembros validan con su conducta cotidiana la
hipocresía, el abuso, la mentira y el autoengaño, ese será nuestro modo de ser
humano y el de nuestros hijos…” (Humberto Maturana, 2009: 15-16) e incluso,
siendo el amor el fundamento de lo humano puede llegar a desfigurarse en
cualquiera de sus formas, Benedicto XVI nos pone en alerta, por ejemplo, frente
al eros, éste “… degradado a puro «
sexo », se convierte en mercancía, en simple « objeto » que se puede comprar y
vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía…” (DCe 5), llegando
a negar el rostro humano del prójimo, como lo muestra la divinización de esta
tendencia al otro en las religiones con prostitución sagrada en el pasado, “… las
prostitutas que en el templo debían proporcionar el arrobamiento de lo divino,
no son tratadas como seres humanos y personas, sino que sirven sólo como
instrumentos para suscitar la « locura divina »: en realidad, no son diosas,
sino personas humanas de las que se abusa…” (DCe 4) y que en nuestros días se
expresa en una idolatría por el cuerpo y lo físico (cf. DCe 5), por el éxito
económico y la competencia, el placer como meta en sí mismo, la dictadura de lo
momentáneo, etc. Por eso necesitamos a Aquel que nos puede dar, y que es Don en
sí mismo, lo que es del Hijo y del Padre, como clave de discernimiento.
La vida en el Espíritu
es discernimiento con y por un solo Señor y Salvador, Jesucristo. No parte del
rechazo del mundo, todo él es don creado, sino profundo compromiso con él, que
no significa aceptarlo todo sino transformarlo todo para que se manifieste su
verdadero rostro humano en el y en lo otro. El Espíritu nos ayuda a discernir
si nuestro amor, con su tendencia al otro, con su amistad con él y con su salir
de sí mismo para abrazarlo, potencialidades que están en nuestra biología y en
nuestra impronta de creaturas a imagen y semejanza de Quien nos hizo, se
realiza según la voluntad de la fuente Trinitaria de la experiencia humana o se
no logra salir del egoísmo que nos centra en las propias necesidades,
problemas, quejas y crisis humanas. Ese es el pecado, la justicia, el juicio y la verdad que nos trae el Espíritu Santo, no sobre la vida de otros
sino sobre la propia y particular forma de vida que vamos construyendo
personal, eclesial y socialmente. La vida en el Espíritu nos devuelve a Jesús y
al mundo. A Jesús porque sólo en la contemplación de sus palabras y obras en la
carne, podemos encontrar un camino seguro para ir de nuestra fragilidad al
Cielo, y al mundo porque no somos en soledad sino en fraternidad universal y
cósmica, y quien verdaderamente ama busca ocuparse y preocuparse del ser humano
en su totalidad y de la casa grande, que es la tierra, pues cuando esta sufre,
sufren primero los menos favorecidos de nuestras estructuras sociales y
económicas, y la tendencia suicida, imperante hoy, en la ceguera de la crisis
ecológica puede poner en riesgo a la creatura más amada del Padre en su Hijo y
a quienes vino el Espíritu, el ser humano, y todo aquello se hizo para poner
sus bienes.
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