1 de junio de 2014

La promesa del Padre (la persona del Espíritu Santo) y la vida en el Espíritu

Seminario de Vida en el Espíritu Santo 2014 Servicio RCC ZONA CENTRO     
  Hno. Manuel Alvarado S., ofm     

        
“Sin embargo, les digo la verdad: les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes. Pero si me voy, se lo enviaré. Y cuando él venga, probará al mundo dónde está el pecado, dónde está la justicia y cuál es el juicio. El pecado está en no haber creído en mí. La justicia, en que yo me voy al Padre y ustedes ya no me verán. Y el juicio, en que el Príncipe de este mundo ya ha sido condenado. Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo. El me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes. Todo lo que es del Padre es mío. Por eso les digo: "Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes"” (Jn 16,7-15)

            Entremos, ahora, en el misterio del Espíritu Santo. Elegí este texto de Juan porque inserta al Espíritu dentro de la Trinidad, establece claramente a Jesús, el Hijo encarnado, como aquel que se irá, y es el definitivo Señor y Salvador, peca quien no cree en Él; al Padre como la fuente de todos los dones y bienes que vienen del Hijo y del Espíritu: y al Paráclito como aquel que está por venir con una misión bien definida, vendrá para ayudar a discernir, que es de Dios y que no lo es, quienes cordialmente han confesado Jesús y quiénes no, para entender su misión debe quedarnos claro que cualquier modo de vivir o habitar el mundo no es indiferente. Jesús dice, además, que este Espíritu conoce a las dos otras personas de la Trinidad, tan profundamente, que puede dar plenamente lo que es del Padre y lo que es del Hijo, por lo tanto, en su interioridad el Dios que se revela en Jesucristo está en eterna apertura, hay más regalos, dones, gracias de su parte, por eso les conviene que yo me vaya al Padre, no es un Dios ausente, ocioso o que no puede relacionarse con el mundo. El Espíritu Santo es quien conoce la intimidad del Amor de Dios, una amor que no es cerrado, sino primeramente es un eros, una tender eterno del Padre hacia el Hijo, y del Hijo hacia al Padre; es una philia, una profunda amistad sin reserva, es una relación de confianza y diálogo eterno, que les permite conocerse hasta la unidad íntima; es un agapé, un amor hecho comunidad, sin competencia, donde esta o actúa el Padre, también lo hace o es el Hijo y el Espíritu Santo, sin miedo a perder la propia identidad y sobre todo con una exclusividad no excluyente, no tiene miedo de abrirse a más a otros como riesgo de desfigurar o perder al amado. Santo Tomás de Aquino enseña que en quien ama lo amado se imprime en él, está presente aunque físicamente los sentidos no lo vean o exista una distancia geográfica (Cf. Suma Teológica, parte Ia, q37) y 1Jn nos dijo que Dios es amor, y en el amor es una relación en la que encontramos tres actores al Amante, el Amado y el Vínculo, a lo cual llamamos igualmente amor, que no necesita la mera presencia física pues imprime en el que amaal otro y, en este caso al amante y al amado,  permite la respuesta amatoria, que es la donación de uno a otro.
            Estas especulaciones sobre la intimidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo se vuelven inútiles sino podemos unirlas a nosotros, las demás creaturas del universo. Hemos dicho, que desde la reflexión de las ciencias biológicas descubrimos que lo humano se funda en la pegajosidad biológica, a lo que llamamos la experiencia humana del amor, que nos permite seguir y ser con otros en y para  cooperar en diversos planos, y para la cual, podríamos afirmar, venimos programados. De allí las diversas formas observables y experimentadas de lo amoroso, el Papa Benedicto XVI, sin salir de las experiencias humanas, afirma “… en toda esta multiplicidad de significados destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor…” (DCe 2) Hemos afirmado, en segundo lugar, que en la creatura humana, desde la fe, es la única que tiene la particularidad del amor para definirse, en la revelación sólo de ella se dice que es imagen y semejanza de su Creador, por lo tanto, lo que es en Dios debe ser en quien puede reflejarla en medio del mundo. Al igual que en la Trinidad el ser humano experimenta el eros, un arrebato más allá de la razón que lo lleva al otro o lo otro, una persona, un proyecto, una ideología, como meta para una dicha más alta más allá de si mismo; experimenta la philia, que expresa la relación entre iguales en comunidad; experimenta el agapé, una búsqueda de descubrir al otro, hacerse cargo del otro, descubriendo en el otro la meta de la verdadera y perdurable felicidad, que requiere de una misma respuesta sin doblez del otro para ser completa, es donación en comunidad (cf. DCe 3-8) Sin embargo, como la creatura no es su Creador, no puede vivir ni la tendencia, ni la amistad, ni la donación sin frustración, tristeza o vacío, paradójicamente quien biológica y teológicamente está hecho para relacionarse desde la compañía de otros, no pocas veces experimenta  a ese otro como un enemigo, un competidor, un infierno encarnado. Esta realidad, que el Papa Francisco llama “tristeza infinita” (cf. EG 265) tiene múltiples razones: “… Para ser humano hay que crecer humano entre humanos. Aunque esto parece obvio, se olvida al olvidar que se es humano sólo de las maneras de ser humano de las sociedades a que se pertenece. Si pertenecemos a sociedades que validan con la conducta cotidiana de sus miembros el respeto a los mayores, la honestidad consigo mismo, la seriedad en la acción y la veracidad del lenguaje, ese será nuestro modo de ser humanos y el de nuestros hijos. Por el contrario, si pertenecemos a una sociedad cuyos miembros validan con su conducta cotidiana la hipocresía, el abuso, la mentira y el autoengaño, ese será nuestro modo de ser humano y el de nuestros hijos…” (Humberto Maturana, 2009: 15-16) e incluso, siendo el amor el fundamento de lo humano puede llegar a desfigurarse en cualquiera de sus formas, Benedicto XVI nos pone en alerta, por ejemplo, frente al eros, éste “… degradado a puro « sexo », se convierte en mercancía, en simple « objeto » que se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía…” (DCe 5), llegando a negar el rostro humano del prójimo, como lo muestra la divinización de esta tendencia al otro en las religiones con prostitución sagrada en el pasado, “… las prostitutas que en el templo debían proporcionar el arrobamiento de lo divino, no son tratadas como seres humanos y personas, sino que sirven sólo como instrumentos para suscitar la « locura divina »: en realidad, no son diosas, sino personas humanas de las que se abusa…” (DCe 4) y que en nuestros días se expresa en una idolatría por el cuerpo y lo físico (cf. DCe 5), por el éxito económico y la competencia, el placer como meta en sí mismo, la dictadura de lo momentáneo, etc. Por eso necesitamos a Aquel que nos puede dar, y que es Don en sí mismo, lo que es del Hijo y del Padre, como clave de discernimiento.

            La vida en el Espíritu es discernimiento con y por un solo Señor y Salvador, Jesucristo. No parte del rechazo del mundo, todo él es don creado, sino profundo compromiso con él, que no significa aceptarlo todo sino transformarlo todo para que se manifieste su verdadero rostro humano en el y en lo otro. El Espíritu nos ayuda a discernir si nuestro amor, con su tendencia al otro, con su amistad con él y con su salir de sí mismo para abrazarlo, potencialidades que están en nuestra biología y en nuestra impronta de creaturas a imagen y semejanza de Quien nos hizo, se realiza según la voluntad de la fuente Trinitaria de la experiencia humana o se no logra salir del egoísmo que nos centra en las propias necesidades, problemas, quejas y crisis humanas. Ese es el pecado, la justicia, el juicio y la verdad que nos trae el Espíritu Santo, no sobre la vida de otros sino sobre la propia y particular forma de vida que vamos construyendo personal, eclesial y socialmente. La vida en el Espíritu nos devuelve a Jesús y al mundo. A Jesús porque sólo en la contemplación de sus palabras y obras en la carne, podemos encontrar un camino seguro para ir de nuestra fragilidad al Cielo, y al mundo porque no somos en soledad sino en fraternidad universal y cósmica, y quien verdaderamente ama busca ocuparse y preocuparse del ser humano en su totalidad y de la casa grande, que es la tierra, pues cuando esta sufre, sufren primero los menos favorecidos de nuestras estructuras sociales y económicas, y la tendencia suicida, imperante hoy, en la ceguera de la crisis ecológica puede poner en riesgo a la creatura más amada del Padre en su Hijo y a quienes vino el Espíritu, el ser humano, y todo aquello se hizo para poner sus bienes. 

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