30 de septiembre de 2008

“ Y, ¿Sí osáramos vivir nuestra consagración religiosa como un compromiso ecológico?”

Hno. Manuel Alvarado, ofm

Según el diccionario, el optimismo es: “Actitud de los que afirman la bondad fundamental del mundo, o que el conjunto del bien supera al del mal” [1], por lo tanto, ser Cristiano y ser optimista deberían ser términos sinónimos, pues los seguidores de Jesús afirmamos la bondad fundamental de todo lo creado, bondad que no le es por sí misma sino le viene dada por su origen, su Creador. La comunidad cristiana testimonia su seguimiento en tres quehaceres: “...anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia). Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra...”[2]. Entonces, al preguntarnos, porque como cristianos debemos tener un compromiso con el cuidado y respeto por la Tierra, es bueno repasar como esta Hermana y Madre nuestra se relaciona con ellas.

La Creación en el anuncio de la Palabra de Dios.

La Iglesia ha condenado cualquier doctrina, que llamándose cristiana, afirme la existencia de creaturas no hechas por Dios o que la materia no sea obra del Creador (Cf. DS 191. 199. 455. 457. 459. 463), y esto no puede ser de otro modo, la comunidad cristiana es fiel a la tradición veterotestamentaria que abre el libro de la revelación afirmando 7 veces la bondad de lo creado (Cf. Gn 1, 3. 10. 13. 19. 21. 25. 31), llegando así al culmen de la reflexión en torno a Yahvé y su bondad, que corrige las visiones míticas y profundiza sobre la experiencia histórica del Dios que ha hecho alianza con su Pueblo. “...La Creación no es fruto de una lucha entre el bien y el mal (como Marduk que lucha contra Tiamat en el poema babilónico Enuma Elish), sino que procede de un Dios unívocamente bueno, es decir, también se ha superado la etapa más primitiva del yavismo que concibe todavía a Dios como un guerrero (Ex 15,3) autor tanto del bien como del mal (Is 45,7; Amós 3,6). Yavé es, acontece, actúa y opera solo movido por el bien (Os 11, 1-11), el mundo creado por Él, por lo tanto sólo puede ser bueno...”[3]. Este mundo bueno no es arrojado a su suerte, sino que quien lo creó es quien lo sostiene, esto es afirmado domingo a domingo en nuestras celebraciones eucarísticas al orar el Credo, pero para ser comprendido correctamente debe aclararse el sentido del “todopoderoso” dicho en el primer artículo de la fe. El “... Padre es “todopoderoso” en cuanto providente y salvador, más que en cuanto soberano o señor. Teófilo de Antioquia dice que “es todopoderoso-pantokratôr- porque él sostiene y abraza todo el universo”. En otras palabras, no se confiesa al Padre como “todopoderoso” al estilo de un padre autoritario o de un “soberano”, dominador del universo que el ha creado, sino que se le confiesa como el providente que envuelve al cosmos con su solicitud o como el salvador que lo mantiene en su existencia...”[4]. De hecho, la convicción del Creador, según los teólogos, entra en la Escritura hebrea gracias a la dolorosa necesidad de liberación, que significa para los israelitas la experiencia del exilio en Babilonia, aquí se profundiza la universalidad y la dimensión cósmica de la alianza de amorosa entre Yavé e Israel. “Su amor... es un amor de predilección: entre todos los pueblos, Él escoge a Israel y lo ama, aunque con el objeto de salvar precisamente de este modo a toda la humanidad”[5]. “Cuando la fe de Israel dice “Dios es creador”, está explicitando la afirmación primera de Yavé como Salvador, a la vez que profundiza en la dimensión de alianza que se sella entre Dios y su pueblo. El Dios de Israel no es un Dios más entre otros -los de los demás pueblos-, sino que progresivamente se va perfilando como el Dios de todos y de todo...”[6], pues Él “... es el autor de toda la realidad; ésta proviene del poder de su Palabra creadora. Lo cual significa que estima a esta criatura, precisamente porque ha sido Él quien la ha querido, quien la ha « hecho »...”[7].

El anhelo de salvar lo amado, llevado a su máxima radicalidad, “...hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común...”[8], se da en la encarnación de Jesucristo. Desde las primeras reflexiones ella “... es comprendida como una verdadera “humanización”, por la que el Hijo de Dios, que vivió una existencia histórica y humana nos reveló que nuestro Dios es capax homini y que nosotros los hombres somos capax Dei...[9], y por la cual, “... el hombre no es ni absorbido ni suprimido, sino reforzado por la unión del Verbo...”[10]. Su comprensión, en todo caso, no ha estado libre de dificultades, en cada época se tiende a reforzar o la divinidad o la humanidad, olvidando el que no hay competencia agónica sino complementariedad. Separando para entender, debemos decir que Jesús en cuanto “Logos” es “... por quien fueron hechas todas las cosas, lo que hay en el cielo y lo que hay en la tierra, lo visible y lo invisible, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó y se encarnó...” (Dz 13), en Él nuevamente se une creación y salvación. Llegamos a esta convicción abrazando la reflexión de la Iglesia Apostólica, la cual celebraba a Jesús como aquel modelo que se tenía en vista cuando se creó todo (Cf. Col 1, 16), o sea, el cielo y la tierra (esquema judío) o lo visible y lo invisible (esquema griego)[11], el Padre, reconoce en cada creatura la impronta de su Hijo, en quien ama lo salido de sus manos, por lo tanto, no podemos ser antropocentristas estrictos al proclamar este artículo, debemos interpretarlo con la misma universalidad y dimensión cósmica, que hemos realizado al hablar del amor de predilección de Yavé por Israel, no negamos la predilección liberadora del proyecto del Padre, detrás de la encarnación, para los hombres y mujeres, sino que afirmamos que al anhelar y obrar para esa salvación de su creatura predilecta, quiere también la de toda su Creación. En cuanto, Jesús es “logos encarnado e histórico” da testimonio de la providencia del Padre en sus creaturas y se maravilla de ella (Cf. Mt 6, 25-29; Lc 12, 22-27; Mc 4, 26-27; Jn 3,8), la cumbre de su enseñanza a sus discípulos es revelar el verdadero nombre de Dios: Padre, un nombre que exige seguir siendo profundizado, para evitar modelos discriminadores por género, raza o creencia, e incluso, debe ser leído cósmicamente. “Comentando Mt 23,9:- “uno solo es vuestro Padre”-, Clemente de Alejandría asegura que Dios no es sólo Padre de los cristianos, sino de todos y todo en virtud de su creación...”[12]. Este mismo Jesús, “logos encarnado y glorificado”, a quién esperamos en su definitiva manifestación, no es esperanza sólo para los hombres y mujeres, san Pablo dice que “... la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto...” (Rom 8, 22), entendiéndose por “creación” a todas las creaturas menos el ser humano, las cuales no fueron responsables de la rebelión contra Dios[13], pues, la creación extra-humana esta en esta actitud en forma involuntaria (Cf. Rom 8, 20), y espera “...vivamente la revelación de los hijos de Dios...” (Rom 8, 19), la cual junto a los hombres y mujeres creyentes y los de buena voluntad, que poseen las primicias del Espíritu (Rom 8, 23), están degustando en la actual historia. La manifestación definitiva de Jesús esta íntimamente unida a nuestra fe en la resurrección de la carne, que igual implica, entonces, una dimensión cósmica, san Pablo enseña a los Corintios, que en Cristo se dará la resurrección de nuestros cuerpos (Cf. 1Cor 15, 22) y que la muerte, o sea, el ciclo de degeneración y de corrupción al que están sometidas todas las creaturas será derrotado (Cf. 1Cor 15, 26-27), para llegar así a la máxima intimidad del Amor, que “...Dios sea todo en todo...” (1Cor 15, 28).

Sí el Padre ha prestado sus manos y el Hijo su estampa en la obra creadora, es el Espíritu Santo quien impulsa a cada creatura, humana o no, a llegar a la plenitud, “... él es la fuerza que se despliega en el mundo y en el cosmos apurando la historia a su fin escatológico de la asunción definitiva de todo y de todos en la comunión con Dios...”[14]. La fe de la Iglesia le anuncia como el Señor y dador de vida o sea, como la fuente de toda existencia, sea esta de un animal, o una piedra, o un ser humano, san Cirilo de Jerusalén le compara con la acción de agua que riega un jardín de diversas flores, pues Él fecunda la historia respetando los procesos y tiempos de cada ser[15].

Al terminar este capítulo sobre el anuncio de la Creación como la obra amada por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo,

La Creación en las celebraciones de la Iglesia.

A pesar de la rupturas de la comunión, Dios no nos abandonó a nuestra suerte, se hace encontradizo de muchos modos en la historia: “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas;...” (Heb 1,1), o sea, por la revelación, pero sin olvidarnos que el mismo que se Reveló es el mismo que Creó, por lo cual, su materia creada se convierte, también, en “libro revelado” que debemos auscultar, como dice San Francisco de Asís, “... las creaturas... sirven, reconocen y obedecen, a su modo, a su Creador...”[16], y en ello le significan como él bello y radiante[17], el hacedor de lo claro, precioso y bello[18], el providente de todas las creaturas[19], etc., y el ser humano puede leerlo, pues “... no es un mero manipulador de su mundo, sino alguien capaz de leer el mensaje que el mundo trae en su interior...”[20], de ello se sirve Dios para establecer un camino que devuelva a la comunión perdida. Ante ello no debe extrañarnos que se sirviera del agua como signo para la salvación o liberación, ella simboliza con la misma fuerza la vida, en el estado fetal es el agua, el líquido amniótico, en el vientre materno el que nos permite vivir; quizás con menos fuerza hoy por los procesos potabilización, la experiencia de dejar agua en un lugar y ver que al pasar el tiempo bulle en ella vida; sin ir más lejos, nuestra discusión con Bolivia tiene que ver con el agua, es la falta de ella la que es acusada como causa de la pobreza, o sea, de muerte entre los ciudadanos del altiplano; finalmente, sabemos que sin agua no podemos sobrevivir ni puede haber vida. Pero a la vez, el agua significa la muerte, eso lo saben muy bien los pescadores, y esta en el sustrato de nuestros miedos a los monstruos marinos o a la fuerza devastadora de un tsunami, por ejemplo. Esta dualidad, aparentemente contradictoria, es muy útil para entender que ocurre en el creyente que se bautiza. En primer lugar, el bautismo nos pone en el vientre del Padre para nacer de nuevo, “... el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios...” (Jn 3,5), o sea no puede ser salvo. “Nacer de nuevo y Nacer del Espíritu vienen a ser sinónimos de nacer de Dios, expresión que es frecuente en la pluma de Juan (cf. Jn 1,13; 1Jn 2,29; 3,9; 4,7; 5,1.4.18) para significar la raíz de la nueva condición en que se encuentra el bautizado”[21]. Esto marca una profunda diferencia con el bautismo de Juan bautista, en él son bautizados los que se arrepienten, en el bautismo como nacimiento en Dios, que es la propuesta cristiana, es el mismo Padre quien elige incondicionalmente, sólo movido por el amor decide preñarse de cada uno de nosotros. “... Su amor, además, es un amor de predilección: entre todos los pueblos, Él escoge a Israel y lo ama, aunque con el objeto de salvar precisamente de este modo a toda la humanidad...”[22], cuando Él nos eligió para ser bautizados, en su mente esta su voluntad de que todos y todo sea retornado a la comunión original. Por esta gratuidad e incondicionalidad se sella la relación entre Dios y el creyente de una vez y para siempre[23].

Cuando Jesús sale del agua y se abren los cielos (Cf. Mt 3, 16), presenciamos su “parto”, que también es el nuestro, nace una nueva creatura. “En este contexto donde hemos de situar y valorar la expresión hoiothesia que, referida a los cristianos en relación con Dios, encontramos en Rom 8,23, Gál 4,5 y Ef 1,5. Se traduce generalmente por adopción filial. Se trata de un término de uso común en la jurisprudencia del mundo greco-romano y del semítico; allí la acción jurídica significada no afecta intrínsecamente al que es objeto de adopción; es pura denominación extrínseca. En cambio, el contexto en que lo encontramos en el NT y la mención de la potencia creadora del Espíritu que se hace en algunos textos obligan a traducirlo por el término más expresivo de filiación (divina), atribuyéndole significación y consistencia ontológica. No es una ficción jurídica, sino que presupone la comunicación real de una vida nueva. Esta vida es la vida nueva comunicada por el Espíritu a Cristo por su resurrección. Es ya la vida inmutable, incorruptible, inmortal, eterna. Es la misma vida de Dios, en la medida en que ésta es participable por las creaturas...”[24], esta conciencia en la Iglesia primitiva permite elaborar, especialmente en el mundo oriental cristiano, la doctrina de la divinización. Para los padres de la Iglesia “... el bautismo, que nos confiere la vida eterna (que es la vida misma de Dios) y nos hace partícipes de la naturaleza divina, nos hace también dioses: «hacerle a uno hijo (de Dios...)» equivale a divinizarlo. Repiten el adagio: «Dios se hizo hombre, para que los hombres se hicieran dioses», obviamente por el bautismo...”[25]. Esta nueva creatura no nace para sí, ni vive su filiación en un intimismo “mi-Padre-y-yo”, sino que es parido para la comunidad de los salvados, la Iglesia, el “... Bautismo hace de nosotros miembros del Cuerpo de Cristo. "Por tanto...somos miembros los unos de los otros" (Ef 4,25). El Bautismo incorpora a la Iglesia. De las fuentes bautismales nace el único pueblo de Dios de la Nueva Alianza que trasciende todos los límites naturales o humanos de las naciones, las culturas, las razas y los sexos: "Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo"...”[26], es en y con ella donde vive el triple modo de ser hijo o hija de Dios, profeta, sacerdote y rey, a través del “... anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia)...”[27]. Existe, entonces, un doble nacimiento en nuestro bautismo, nacemos para Dios y para la Iglesia.

Hemos dicho que el designio de nuestro Dios Trino y Uno es hacer del ser humano una creatura en comunión integral, consigo mismo y con los otros seres humanos y creaturas, y con el Gran Otro, que es su Creador, comunión que pasa por el amor concreto al prójimo y a las demás seres, sin embargo, la cerrazón del hombre en sí mismo, el egoísmo y la egolatría, ponen al hombre en competencia fratricida con el otro, ese divorcio entre lo que debería ser y lo que logramos construir en nuestra sociedad, es lo llamamos pecado original, el malestar en la vida. El único modo de salir de ese estado es volviendo a nacer, a la creatura nueva, por el amor del Padre al Hijo en el Espíritu Santo, “... todos los pecados son perdonados, el pecado original y todos los pecados personales así como todas las penas del pecado (cf DS 1316). En efecto, en los que han sido regenerados no permanece nada que les impida entrar en el Reino de Dios, ni el pecado de Adán, ni el pecado personal, ni las consecuencias del pecado, la más grave de las cuales es la separación de Dios...”[28]. Este es el sentido de morir del bautismo, el creyente muere, al ser sumergido en las aguas, a la esclavitud del pecado, que lo hace repugnante a los ojos de Dios: “Viendo Yahveh que la maldad del hombre cundía en la tierra, y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo, le pesó a Yahveh de haber hecho al hombre en la tierra, y se indignó en su corazón. Y dijo Yahveh: «Voy a exterminar de sobre la haz del suelo al hombre que he creado, - desde el hombre hasta los ganados, las sierpes, y hasta las aves del cielo - porque me pesa haberlos hecho.» ...” (Gn 6,5-7). Es sólo en el sacrificio en la Cruz de su Hijo Jesús, que es un “... ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical...”[29], en donde la mirada de Dios cambia, “... estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo por gracia habéis sido salvados y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús...” (Ef 2, 5-6); en el bautismo actualizamos el misterios de nuestra salvación. “¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si hemos hecho una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con él, a fin de que fuera destruido este cuerpo de pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado...” (Rom 6, 2-6). Bautizados no sólo en la muerte de Jesús sino por él mismo, “... Él es quien bautiza, él quien actúa en sus sacramentos con el fin de comunicar la gracia que el sacramento significa...”[30].

Este cambio se opera en el baño ritual, por medio del agua. Hemos dicho que Dios se comunica en el profundo significado de las cosas materiales, y que el hombre y la mujer tienen la gracia de poder escrutar ese misterio, el simbolismo de vida y muerte del agua tiene como trasfondo al mismo Espíritu Santo, “... el binomio agua-Espíritu, bautismo de agua-bautismo de Espíritu, no ha de entenderse primordialmente como oposición, sino como semejanza: para una mente bíblica, el agua es símbolo del Espíritu. «En la Escritura, frecuentemente, el Espíritu es prefigurado por el agua» (Orígenes). Desde las aguas primordiales de la creación sobre las que se cernía el Espíritu fecundándolas (Gn 1,2), el agua. En la Biblia, es signo del Espíritu vivificante. El don mesiánico del Espíritu: «Derramaré sobre vosotros un agua pura, que os purificará...; Os infundiré mi espíritu y haré que caminéis según mis preceptos» (Ez 36, 25-26). Es símbolo del Espíritu capaz de convertir el desierto en vergel floreciente (cf. Is 44, 3-4)...”[31]. Cuando en Jesús hemos salido del agua bautismal se ha abierto el cielo y el Espíritu Santo se ha posado sobre nosotros (Cf. Mt 3, 16), es importante unir este momento a la al inicio de la misión de Jesús, según Lucas, en la sinagoga de Nazaret (Cf. Lc 4, 16ss), poniendo atención en el texto leído de Isaías: “El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciego, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor...” (Lc 4, 18-19), allí esta el programa de vida de todo discípulo del Nazareno, vivir el amor como opción preferente, pero no excluyente, por los pobres, por los que no cuentan (Cf. Puebla 1145), pues en y por su Amor donado y transformante “...aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde... [su] perspectiva... Su amigo es mi amigo...”[32], partiendo desde nuestro círculo más cercano, “...quedando a salvo la universalidad del amor, también se da la exigencia específicamente eclesial de que, precisamente en la Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en necesidad...”[33], de ningún tipo, ni material ni espiritual ni afectiva ni social. La misión de los discípulos y discípulas cristificados y carismatizados, especialmente de los laicos, debe aportar a la construcción de una sociedad más justa, “...a través de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar...”[34], es sobre este último punto en donde los franciscanos y franciscanas debemos tener especial participación, nuestra vivencia de la fraternidad universal, ecuménica y cósmica debe ser una invitación a concretizar el sueño de nuestro Dios para su Creación.


Bibliografía

  • Noemi, Juan, 1996. “El mundo creación y promesa de Dios”. San Pablo1. Chile.
  • Martínez, Luis, 2002. “Misericordia quiero, no sacrificios”. Dabar1. México, DF.

  • Deus Caritas Est (DCE). Carta Encíclica de Benedicto XVI.


[1] Voz Optimismo En: El Pequeño Larousse Ilustrado, 1998: 734

[2] DCE 25

[3] Juan Noemi, 1996: 41

[4] Luis Martínez, 2002: 84

[5] DCE 9

[6] Juan Noemi, 1996: 33

[7] DCE 9

[8] DCE 17

[9] Luis Martínez 2002: 172

[10] Ibidem: 173

[11] Cf. Juan Noemi, 1996: 78-79

[12] Luis Martínez, 2002: 84

[13] Cf. Juan Noemi, 1996: 82

[14] Luis Martínez, 2002: 186

[15] Cf. Ibidem: 185

[16] Adm 5

[17] Cf. Cant 4

[18] Cf. Cant 5

[19] Cf. Cant 6

[20] Leonardo Boff, 1990: 11

[21] Ignacio Oñatibia, 2000: 181

[22] DCE 9

[23] Cf. CEC 1272

[24] Ignacio Oñatibia, 2000: 181

[25] Ignacio Oñatibia, 2000: 183-184.

[26] CEC 1267

[27] DCE 25

[28] CEC 1263

[29] DCE 12

[30] CEC 1127

[31] Ignacio Oñatibia, 2000: 35-36

[32] DCE 18

[33] DCE 25

[34] DCE 28