10 de enero de 2013

Homilía Nochebuena 2012.


En esta Nochebuena, en nuestro templo San Francisco de Alameda, quiero invitarlos a recorrer sus imágenes, seis de ellas tienen en sus brazos al Niño Jesús, Benito de Palermo, Cayetano, Antonio de Padua, las imágenes de María bajo la advocación del Carmen y la Socorro, que preside nuestro Altar Mayor, y el pesebre. Cada una de estas imágenes abraza o muestra la inocencia, la fragilidad y la pequeñez del recién nacido, es una tradición fuertemente occidental tener veneración por el Niño Dios, pero es una tradición con riesgos, puede quedarse en el folclor o en la pura emocionalidad, que no nos permita entrar en la profundidad del misterio que esta noche celebramos. En la iconografía de oriente, la Virgen María no lleva un niño sino un “pequeño hombrecito”, que manifiesta la carne asumida por el Verbo en su vientre de doncella. Lo que celebramos esta noche es que la pequeñez, debilidad y fragilidad de la condición humana es amada hasta el extremo, amada hasta ser uno con lo amado, sin miedo ha ser confundido o rechazado. El Niño Jesús, de la tradición occidental, o el hombrecito, de la tradición oriental, nos hablan de un Dios que ama la condición humana.
Por eso esta noche santa, es la noche para reflexionar sobre que es dicha condición humana tan amada por el Creador. Pablo Neruda reflexiona sobre ella en un poema, “Working around”, lanzando un grito desgarrador: “Sucede que me canso de ser hombre”, me canso de mis pies y mis uñas y mi pelo y mi sombra, me canso de peregrinar de un lado a otro. ¿Qué es lo que cansa a Neruda? El agobio, el absurdo y el sin sentido que acompañan el caminar del ser humano, el deambular por peluquerías, establecimientos, mercaderías, anteojos y ascensores, la vida es un ir y venir sin norte, sin tiempos, sin poder reflexionar, sin poder detenernos, la vida como un ser arrastrado por la inercia, que tiene como única meta la nada o el vacío.  Neruda, como buen poeta, se convierte en profeta, porque ese absurdo hoy lo sentimos como carga, no son pocos los que por el endeudamiento, el empobrecimiento, la enfermedad o la vejez, por el aparente triunfo de las estructuras de muerte pueden gritar con él, yo también me canso de ser hombre, me canso de sentirme como una raíz en las tinieblas, vacilante, extendido, tiritando de sueño, agobiado por el peso de la tierra y de la incapacidad de dar frutos. De allí, nace la frustración, que nos lleva a la violencia sin sentido, en una manifestación política o social, o en un partido de futbol; el menosprecio por la vida, la muerte y la violencia impera en los videojuegos, en la televisión, en nuestras relaciones cotidianas familiares, laborales y en la calle. El cansancio de ser hombres nos hace morbosamente sentir y querer la destrucción del mundo, en las últimas décadas el cine nos ha mostrado la destrucción del planeta, con éxito de taquilla, por guerras, cataclismos, extraterrestres, calendarios mayas, etc. ¿Es qué el cansancio de ser hombres nos hacen desear la destrucción de la condición humana? Lo más triste, es que Neruda no puede ver la luz de la condición humana, puede rebelarse, llorar a gritos, manifestar su ira y frustración frente a los “lunes” de la vida, pero no le queda más que conformarse con los huesos que salen de las ventanas de los hospitales, el olor a vinagre de las zapaterías y las calles como grietas en la ciudad. De este pesimismo vital estamos borrachos en nuestros días.
Los dolores, frustraciones y molestias presentes en la reflexión de Neruda, no son ajenas a nuestra celebración de Nochebuenas, el cansancio de ser hombre y sus consecuencias ha atravesado toda la liturgia de la Palabra, que acabamos de escuchar,  Isaías, en la primera lectura, lo llama “tinieblas” o “país de la oscuridad”, Pablo lo designa como “impiedad”, “iniquidad”, “impureza”, en su carta a Tito, el Evangelio lo llama “gran temor”, expresado en la sorpresa de los pastores, hombres considerados sospechosos de ser pecadores por el trabajo que ejercían, ellos mismos se encuentran impuros o indignos de ser los primeros portadores de la Buena Noticia esperada por Israel, un Salvador nos ha sido dado. ¿Será, entonces que el hombre está condenado y destinado al “cansancio” de su propia condición? ¿Será posible salir de ese estado? Revisemos, nuevamente, que es lo que celebramos en esta noche santa. En la oración colecta, al inicio de la celebración, hemos reconocido que el Niño que ha nacido es la Luz, y que la hemos conocido, por el Evangelio y el testimonio de los bautizados que se lo han tomado en serio. ¿Qué ilumina esta Luz? Nuestra vida, manifestada en José y María, una pareja formada por un obrero y una adolescente dueña de casa; desplazados, no se movilizan porque quieren, sino porque un poderoso lo ha mandado; y sin un lugar donde dar a luz. Los pastores, igualmente, nos representan, hombres a la intemperie para ganar el pan de cada día. Allí está la condición humana en su expresión débil, frágil, a la deriva. Es lo primero que el nacimiento del Salvador quiere iluminar, la realidad de nuestra  vida, sin mentiras y sin maquillajes, por más que recubramos nuestra condición humana, tarde o temprano, su pequeñez y su miseria se nos presenta cara a cara, en mis actitudes, en el bien que deseo, pero no hago, o en el mal que no deseo, pero realizo; o por otros, los que deben amarme o quienes deben, por razones políticas, religiosas o sociales, buscar el bien común, no responden o me abandonan o fallan.  Esta realidad iluminada por el Verbo hecho carne nos dice que la condición humana no puede salir verdaderamente de su cansancio por sí misma, y que debe ir más allá de sus límites, con el cuidado de no caer en los “sucedáneos de sentido” que acompañan la historia humana, entre ellos, el mercado, el mito del desarrollo, que al final solo profundizan este cansancio. La condición humana en su fragilidad, vulnerabilidad y debilidad es representada en la carne del Verbo presentada en las imágenes del Niño de Belén.
Y ¿Qué gana el hombre con que Dios asuma su pequeñez? He aquí la segunda iluminación de Belén, Dios no se cansa de la hombre, al contrario Éste lo ama hasta llegar a ser uno con la condición humana, el verdadero amante quiere parecerse, hacerse una carne, con lo amado. Sin esta experiencia de descubrirse amado el  ser humano está perdido. Cada hombre o mujer que entra al mundo vive esta experiencia, está perdido sí está solo, sólo puede crecer, subsistir y desarrollarse, en todas sus dimensiones, sí tiene quien lo ama, lo nutra, le hable. El ser amado es el destino del hombre, y este nacimiento es la prueba, desde aquí podemos afirmar que todo lo humano le importa y es querido por el Padre, construir familia, educar, trabajar, tener amigos, sufrir por la pérdida, enfrentarnos a la enfermedad, donarse, soñar que un mejor mundo es posible, comprometerse, y todo ello desde abajo; en palabras de Isaías la condición humana que descubre ser amada esta llamada a la reconciliación, todo lo que nos divide y nos impide ser hermanos será presa de las llamas o será quebrado, y Pablo invita a vivir el tiempo de espera, no mirando al cielo, sino construyendo un mundo mejor desde la sobriedad, la justicia y la piedad. El Evangelio por su parte nos invita a desterrar el miedo, a recuperar las confianzas en Dios y en el hombre. La condición humana que carga con el cansancio es a la vez amada y está preñada de un deseo que se frustra en la soledad, pero se consuma en la fraternidad, que nace de reconocer que necesitamos al otro por amor, así como el Creador al enviar a su Hijo en el vientre de María reconoce que nos necesita y ama. El hombre es más que sus circunstancias y más que su cansancio vital, necesita fidelidad incondicional al otro para poder construir cielos nuevos y tierra nueva, necesita del hermano y de Aquel que le ama hasta unirse a Él. En palabras de santa Clara de Asís,  “… por la gracia de Dios, la más digna de las criaturas, el alma del hombre fiel, es mayor que el cielo, ya que los cielos y las demás criaturas no pueden contener al Creador, y sola el alma fiel es su morada y su sede, y esto solamente por la caridad, de la que carecen los impíos, como dice la Verdad: El que me ama, será amado por mi Padre, y yo lo amaré, y vendremos a él, y moraremos en él…” Ese es nuestro gozo y el camino para salir del cansancio, descansar en Jesús.
Que nuestro destino es ser amados hasta confiarnos y descansar en nuestro único Salvador, y no el cansancio es un don y una tarea, de allí que necesitemos recurrir a la fuente del Amor, para que en la consumación de su voluntad nos complemente y nos de lo que nos falta. Frente al pesebre nos servimos de Isaías, y con el Espíritu que nos habita, la Esposa, la comunidad de los bautizados, gime:

¡Ven, Consejero maravilloso! Ayúdanos a discernir cuales son las culpas, las estructuras, las ideologías que nos impiden descubrirnos como hermanos y encargarnos unos de otros en el amor.
¡Ven, Dios fuerte! Reviste nuestra debilidad con tu Gracia, la misma Gracia que revistió a María, a los pastores y a los Apóstoles, para aceptar que Tú eres nuestro único Salvador.
¡Ven, Padre para siempre! Y convéncenos que no hay pecado, enfermedad o muerte que pueda quitarnos tu mirada tierna.
¡Ven, Príncipe de la Paz! Y vence en nosotros el cansancio de ser hombres, reconciliándonos con nuestras historias, nuestros dolores y frustraciones, para que la Paz que infundes en nuestros corazones nos haga protagonistas de la construcción de un mundo más fraterno, justo y ecológico.
¡Ven, Señor, y no tardes! Para hacernos santos en nuestra propia condición humana, frágil pero amada por Ti.
Amén.

WALKING AROUND
SUCEDE que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
navegando en un agua de origen y ceniza.
El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.
Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.
Sin embargo sería delicioso
asustar a  un notario con un lirio cortado
o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.
Sería bello
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío.
No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,
vacilante, extendido, tiritando de sueño,
hacia abajo, en las tripas mojadas de la tierra,
absorbiendo y pensando, comiendo cada día.
No quiero para mí tantas desgracias.
No quiero continuar de raíz y de tumba,
de subterráneo solo, de bodega con muertos
ateridos, muriéndome de pena.
Por eso el día lunes arde como el petróleo
cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,
y aúlla en su transcurso como una rueda herida,
y da pasos de sangre caliente hacia la noche.
Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas,
a hospitales donde los huesos salen por la ventana,
a ciertas zapaterías con olor a vinagre,
a calles espantosas como grietas.
Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinos
colgando de las puertas de las casas que odio,
hay dentaduras olvidadas en una cafetera,
hay espejos
que debieran haber llorado de vergüenza y espanto, 
hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos.
Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,
con furia, con olvido,
paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,
y patios donde hay ropas colgadas de un alambre:
calzoncillos, toallas y camisas que lloran
lentas lágrimas sucias.