20 de abril de 2014

Retiro de Viernes Santo 18-04-2014

Texto para la reflexión:

El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro… María se había quedado afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron: "Mujer, ¿por qué lloras?". María respondió: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto". Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció. Jesús le preguntó: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?". Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le respondió: "Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo". Jesús le dijo: "¡María!". Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: "¡Raboní!", es decir "¡Maestro!". Jesús le dijo: "No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: "Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes". María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras. (Juan 20, 1. 11-18. Todos los textos están citados según La Biblia del Pueblo de Dios)

Introducción.

La Iglesia recibió como una tradición segura que la Magdalena fue la primera testigo de la resurrección ¿Quién es esta mujer? Es poco lo que sabemos desde los textos evangélicos de ella, Lucas nos dice que era del grupo de mujeres que habían vivido una liberación o una sanación física, la nombra explícitamente como de quien Jesús exorcizó siete demonios y que aportaba, junto a otras, con sus bienes a la comunidad del Maestro (Cf. Lc 8,2-3) En torno a ella ha habido dos tradiciones, una de los padres de la primera Iglesia, que la ensalzan como “la apóstol de los apóstoles” (San Hipólito, siglo III) y como la única con méritos para ser de los primeros testigos del triunfo de Cristo (San Jerónimo, siglo IV/V) Otras, que quizás ha persistido en el tiempo, son la versión que la identifica erróneamente con la mujer pecadora que lavó los pies a Jesús (Cf. Lc 7,37) o con afirmar que era adultera o prostitutas, seguramente por interpretar en clave moral la expresión misteriosa “poseída de siete demonios”, lo cual no puede decirse verazmente basándose en los escritos neotestamentarios.

María Magdalena como modelo de discipulado.

María Magdalena debe ser recibida en la comunidad eclesial como una discípula ejemplar. Ha partido su discipulado desde un encuentro liberador o sanador, desde allí ha construido una relación con el Maestro, como los apóstoles, los discípulos, los simpatizantes, e incluso los detractores o abiertamente enemigos, debe caminar con Jesús para ir develando el misterio de su persona. Como mujer fervorosa y valiente en su seguimiento, es de los pocos testigos oculares, de los que se da cuenta en los Evangelios, de la crucifixión y muerte de Jesús (Cf. Mc 15,40) ¿Dónde ha comenzado esta relación? Probablemente en su pueblo Magdala, en la rivera occidental del mar de Tiberiades, que según Mateo y Marcos visitó Jesús en su predicación itinerante (Cf. Mt 15,39; Mc 8,9) Seguramente, allí la encontró en sus quehaceres y la llamó, como lo hizo con Leví o con la mujer samaritana. ¿Qué hizo o que hablo Jesús con ella? Los detalles nunca lo sabremos, entran en el misterio de una relación de dos, lo que sabemos que aquello le cambio la vida, la liberó, le cambio el norte. María Magdalena se hace del grupo de los discípulos que acompañan a Jesús “… desde el bautismo de Juan hasta que nos fue quitado…” (Cf. Hc 1, 22), de lo segundo sabemos que fue testigo, de lo primero no, pero ella hizo un proyecto de vida desde las palabras reveladas por el Padre en el bautismo de Jesús y su transfiguración: “Este es mi Hijo querido, mi predilecto. (Mt 3,17, Mc 1,11, Lc 3,22) Escúchenlo (Mt 17,5, Mc 9,7, Lc 9,35)” ¿Qué recibe la Magdalena de Jesús? Junto a la conversión, al cambio de vida, le da pertenencia y ciudadanía plena a una nueva comunidad, formada no solo por las mujeres sino por todos aquellos que buscando han encontrado en Jesús la respuesta a sus crisis humanas, con Él han vencido a sus propios demonios interiores o exteriores. El regalo es un proyecto abierto, no se le da una comunidad ideal y perfecta, la Magdalena será testigo de hombres buscando poder, murmurando contra otros, siendo cobardes hasta negar o huir, sintiendo una decepción tal que desemboca en la traición y hasta en el suicidio. Y, sin embargo, ella sigue fiel, es a Pedro, quien ha negado descaradamente a su Maestro tres veces ante el riesgo de correr su misma suerte, a quien acude cuando cree que el cuerpo de Jesús ha sido robado (Cf. Jn 20,2)
De la Magdalena debemos aprender hoy. No hay discipulado o seguimiento que no parta por la invitación del Papa Francisco: “… a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso…” (Evangeli Gaudium, desde aquí EG, 3), sean de los fieles “… que regularmente frecuentan la comunidad…”, o de aquellos que “…no tienen una pertenencia cordial a la Iglesia y ya no experimentan el consuelo de la fe…”, o sean “… quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado…” (EG 14) Una vez iniciado el discipulado, hay que contemplar al Maestro en su caminar y desear imitarlo: “… Lo vemos accesible cuando se acerca al ciego del camino (cf. Mc 10,46-52) y cuando come y bebe con los pecadores (cf. Mc 2,16), sin importarle que lo traten de comilón y borracho (cf. Mt 11,19). Lo vemos disponible cuando deja que una mujer prostituta unja sus pies (cf. Lc 7,36-50) o cuando recibe de noche a Nicodemo (cf. Jn 3,1-15). La entrega de Jesús en la cruz no es más que la culminación de ese estilo que marcó toda su existencia…” (EG 269) Es aquí donde surge la relación cómplice, de amados, entre Jesús y el fiel discípulo, de esta intimidad existencial que busca hacerse uno con lo amado, de la cual no se puede dar cuenta. El encuentro y la contemplación permite al seguidor “… detener el paso, dejar de lado la ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó al costado del camino. A veces es como el padre del hijo pródigo, que se queda con las puertas abiertas para que, cuando regrese, pueda entrar sin dificultad…”(EG 46). Ir al encuentro del otro, dentro o fuera de la comunidad, “… no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable…” (EG 14) Eso permite ser optimistas, misericordiosos y esperanzados en medio de un mundo hostil y de una Iglesia frágil.

María Magdalena y la Iglesia, entre la apertura y la cerrazón.

La Iglesia descubre en la Magdalena un modo femenino de seguimiento, un modo místico que se enraíza en el Cantar de los Cantares, ella es la amante que llora la pérdida del amado, es la esposa fiel que aguarda, es la que visita la tumba en la madrugada porque es la enamorada, canta el himno de los Martes del tiempo pascual en la Liturgia de las Horas. Jesús lo anuncio a los discípulos:

“Llegará el momento en que el esposo les será quitado; entonces tendrán que ayunar” (Lc 5, 35)

            Y en la Magdalena el ayuno se hizo lágrimas, como lo manifiestan todos los relatos de la resurrección. Sólo el amor mueve a esta mujer, no espera encontrar a un Jesús vivo, va a visitar el cadáver del amante muerto. ¿Qué pensará María Magdalena, con sus perfumes abrazados a su pecho, camino a la tumba donde han dejado a su amado? Le he pedido versos a Gabriela Mistral, que en sus “Sonetos de la Muerte”, le canta a un amante fallecido:

“Del nicho helado en que los hombres te pusieron,
te bajaré a la tierra humilde y soleada.
Que he de dormirme en ella los hombres no supieron,
y que hemos de soñar sobre la misma almohada.

    Te acostaré en la tierra soleada con una
dulcedumbre de madre para el hijo dormido,
y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna
al recibir tu cuerpo de niño dolorido.

    Luego iré espolvoreando tierra y polvo de rosas,
y en la azulada y leve polvareda de luna,
los  despojos  livianos irán quedando presos.

    Me alejaré cantando mis venganzas hermosas,
¡porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna
bajará a disputarme tu puñado de huesos!”

                Aquí se narra una verdad profunda, para el que ha amado no hay tumba que arrebate o venza lo que siente el corazón. No es una simple cueva o un hoyo en la tierra, eso es a los ojos de quienes no tienen historia con los despojos, desde los ojos del corazón, el amado se coloca en la mejor tierra, humilde y soleada, y no se tapa sino se cubre, como una madre mece la cuna del hijo dormido, con tierra, polvo de rosas y de luna y el amante se hace uno con el amado, a pesar de la distancia la historia vivida crea una tierra sagrada donde se descansa y posee al enamorado. Por eso, es tan importante saber donde están los restos y por ello, es tan inhumano impedir por razones políticas, ideológicas o de cualquier tipo poder venerar los cuerpos de seres queridos. La impotencia frente a la muerte guarda, está preñada, de una misteriosa posesión, me consuela saber que ya nadie me lo podrá quitar o disputar, y una esperanza, no todo puede o debe acabar allí. Sin embargo, el dolor por la pérdida o muerte del amado tiene un riesgo o una tentación, encerrarse en el dolor. Una vez una mujer me compartía que descubría que haber llorado más de trece años la muerte de uno de sus hijos, le había impedido amar a los otros dos que estaban vivos, porque tenía miedo de perderlos. Su dolor y el miedo la cerraron al amor, la hizo ciega y lo peor es que no se puede recuperar el tiempo perdido ni reconstruir relaciones que no han echado raíces.  Cerrada en el dolor la Magdalena no puede ver a su amado, se hace invisible a sus ojos y a su corazón. Jesús testimonia en el Evangelio de Juan, que el problema no son las emociones, como el dolor o el llanto, el problema, llora la muerte de su amigo Lázaro, pero ese dolor no cierra a ver la acción permanente de Dios a favor del ser humano y toda su creación (cf. Jn 11, 1-46).

                Esta experiencia de la Magdalena, y de muchos, de volverse ciegos por el dolor o por el miedo, acompaña, también, a la comunidad cristiana. Juan narra en su Evangelio: “Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos…” (Jn 20,19) Aquí se insertan nuestros miedos actuales como Iglesia, la perdida numérica de fieles, las bajas inscripciones a los sacramentos de iniciación cristiana, la falta de preponderancia en el ámbito de la política o los grupos de influencia, tener que compartir el escenario social con otras comunidades creyentes o actores sociales. Una comunidad de puertas cerradas, no puede ser discipular, pues cuando “…nos encontramos con un ser humano en el amor, quedamos capacitados para descubrir algo nuevo de Dios. Cada vez que se nos abren los ojos para reconocer al otro, se nos ilumina más la fe para reconocer a Dios…” (EG 272), el encuentro con el Señor nos abre a los hermanos y nos hace reconocer que solo en el servicio a éstos, se está sirviendo al Señor que nos ha amado primero. Una Iglesia, que como la Magdalena, deja que las lágrimas nublen su mirada o sea feliz guardando, perfumando y poseyendo el cadáver, los puros despojos del amado, como lo describe Gabriela al final de los versos leídos, corre riesgos de ser manipulada por fuerzas o intereses lejanos a la propuesta del mismo amado, al que dice seguir. El papa Francisco exhorta que la comunidad cristiana no se deje arrebatar o robar la esencia de la fe en comunidad. Primero no dejarse arrebatar el entusiasmo misionero, quedándose en la búsqueda de seguridades económicas o de poder o de gloria humana, a través, de un ateísmo práctico presente entre los discípulos (cf. EG  80) Segundo, no perder la alegría evangelizadora, se necesita el compromiso de los fieles en la evangelización, y en una que sea creativa en el anuncio, que no se contente con administrar lo que hay, a vivir de grandezas pasadas, y sentarse a ver como la gente se va o se pierde, convirtiendo a la vida de fe y comunitaria en una espera por ver quién es el último para apagar la luz (cf. EG 81-83) No dejarse robar la esperanza frente a las dificultades e incluso hostilidades presente en el actual momento de la historia, una comunidad encerrada y sin esperanza ya se ha entregado a la derrota, se debe renovar el encuentro con Jesús que ha triunfado sobre los poderes humanos y naturales de este mundo (cf. EG 84-86) En cuarto lugar, no permitir que se diluya el valor de la comunidad, no hay verdadera fe cristiana sin una comunidad donde me formo y me envía, que está en contante conversión a la luz de la fidelidad a su amado (cf. EG 26),  y que busca ser “… una fraternidad mística, contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano, que sabe tolerar las molestias de la convivencia aferrándose al amor de Dios, que sabe abrir el corazón al amor divino para buscar la felicidad de los demás como la busca su Padre bueno…” (EG 92); por tanto, se opone a la fe cristiana los temores a ser invadidos, las sospechas sobre el prójimo o comunidades, o las defensas contra la apertura al encuentro gratuito y generoso con los otros, aunque se presenten como caminos espirituales (cf. EG 88-89) Aunque parezca paradójico, una comunidad cerrada puede dejarse robar el Evangelio, obra buscando su propio bien o intereses, dividiendo al mundo en buenos y malos, haciendo de la vida comunitaria un juego de estrategias políticas y manipulaciones burdas, no tiene interés por los que están fuera y viven sedientos de Cristo (cf. EG 93-97)El amor fraterno, también, entra en crisis en la cerrazón comunitaria, el modo de relaciones de los discípulos no se vuelve una real alternativa frente a la corruptela, divisiones y peleas, que caracterizan a las sociedades donde están insertos los creyentes (cf. EG 98-101) Finalmente, no perder la fuerza misionera en cada bautizado, más allá de su estado, género, edad, la comunidad debe buscar los caminos para el desarrollo de la vocación, con realismo, “… pero sin perder la alegría, la audacia y la entrega esperanzada…”(EG 109)

            Superar estas tentaciones no es simplemente un acto de voluntad, es un acto de la gracia unida a nuestra voluntad. Es descubrir que en medio del dolor y del miedo el Señor nos llama por nuestro nombre y nos lanza al desafío de anunciarlo, no como arrogados sino como guiados. Aquí es donde el discípulo se juega su crecimiento y sus raíces, en donde debe discernir, si se predica a sí mismo o a una ideología o a una estructura pastoral o eclesial, o si esta cerca del anuncio fundamental, “…el amor personal de Dios que se hizo hombre, se entrego por nosotros y está vivo ofreciendo su salvación y su amistad…”(EG 127)